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El Heavy Metal nuestro de cada día:

El Heavy Metal nuestro de cada día: Endless Forms Most Beatiful
En la voz tranquila y profunda de Richard Dawkins comienza el octavo disco de la banda finlandesa Nightwish, Endless Forms Most Beautiful (2015). En el preludio; la calma antes de una explosión; el famoso biólogo reflexiona...

viernes, 22 de diciembre de 2017

Las habichuelas mágicas(12/2017)

     Había una vez una pobre viuda llamada Soberana que tenía un solo hijo de nombre Juanito y una vaca lechera que apodaban Buruquena, por una de sus manchas que parecía un cangrejo. Después de la muerte de su esposo en la guerra hispanoamericana, o por lo menos, después de nunca más saber de él, lo único que tenían para vivir era su casa rústica y la leche que ordeñaban de la vieja vaca, la que vendían en el mercado todo los días. Una mañana, esa ubre amaneció seca y a pesar de que exprimían y apretaban bien duro las tetas, no volvió a escupir una gota.

¿Qué haremos Juanito? ¿Qué haremos? –preguntaba la viuda desconsolada.
Hay mami, por dios, tranquilízate. Mañana mismo salgo y busco trabajo.
Ajá. Sí. Claro. Como si no hubieses tratado eso antes. La cosa está mala, mijo, y si no es con pala o padrino, no te van a coger en ningún sitio.–respiró profundo y luego de una larga meditación, dictó convencida–: Nada. Tenemos que vender la vaca esa; a ver cuanto nos dan por ella. Con eso chavos vamos a montar un negocio. ¿Qué se yo? Una tienda de chucherías o algo.
Dale. Sí. Vamos a vender alcapurrias y vinos tintos, o bacalaítos con champaña. Ya tú verás. El mercado está abierto hoy. Voy ya mismo pa’ allá a venderla.

      Así emprendió Juanito hacia el mercado, arrastrando la vaca cansada detrás de él. No había andado mucho en el camino, famoso por las trampas y los pillos, cuando se topó con un viejo orejudo, quien lo saludó por su primer nombre.

Buenos días, Juanito.
¿Buenas? –contestó, preguntándose de dónde conocía al viejo o como sabía su nombre.
Oye Juanito. ¿A dónde vas?
Eh...Voy de camino al mercado a vender la vaca loca ésta. ¿Por qué?
Ah, ya veo, ya veo. Sin duda tú eres el tipo perfecto para venderla. No me conoces, pero yo soy poeta. ¿Te gustaría escuchar un poema? –dijo el viejo. Juanito desconfiaba inicialmente de sus intenciones, pero viendo que era un viejo de hombros encogidos, barrigón y descuidado, no sintió amenaza alguna.
¿Ahora? Pero es que tengo prisa.
Mira. El mercado a penas esta abierto. Una vaca vieja como esa te va a costar trabajo conseguir un comprador. Vas a tener que rebajar mucho el precio y sabes dios que otros compromisos. Te propongo algo. Si escuchas mi poema, yo mismo te compro la vaca ahora.
¿Ajá? ¿Pero es muy largo?
No, no. Escucha esto y me dices lo que piensas:

Un burro
escalando una montaña,
lentamente,
vibrando bajo el peso de las banastas.
(Sus orejas optimistas
se inclinan hacia la cumbre).

Un albañil
colocando ladrillo sobre ladrillo.
(Su tararear es monótono,
interminable).

Dios,
bregando con las estrellas.
(su silencio es profundo).

      Terminó de recitar el poema dibujando una débil sonrisa debajo del bigote que cepillaba sus labios. Dos lunares hambrientos trepaban por el lado izquierdo de su cara. Juanito entendió nada. Aparentemente el viejo estaba más loco de lo que aparentaba.

¿Bueno? ¿Verdad?
Sí, sí. Muy bueno. ¿Me vas a comprar la vaca, sí o no?
Je..je...Claro que sí. Coge, te doy cinco habichuelas por ella –dijo, extrayendo los granos de su bolsillo con pelusa y todo.
¡Ja! ¡Ya tu quisieras! ¡Salte del medio, viejo borrachón!
Ah...pero es que tu no sabes que estas habichuelas son mágicas. –El viejo miraba intensamente desde sus lóbregos ojos, socavados por tremendas ojeras.– Si las siembras hoy, mañana crecerán hasta chocar contra el cielo.
¿En serio? ¿Y qué hay allá arriba?
Todas las cosas a las que aspiras: una vida libre y más rica. Los habitantes del cielo te enseñarán como es que se vive de verdad. A ellos no les importa que vengas de acá abajo, de la tierra y el polvo; te darán la oportunidad, igual. –Juanito trataba de digerir todo eso con la boca abierta.– Mira –continuó elucubrando el viejo–, si no funcionan como te digo...je...je siempre puedes volver a buscarme para que te devuelva la vaca. Es tu elección. ¿Qué crees? –Y Juanito eligió. Entregó las riendas de Buruquena al poeta ebrio, empuñó fuerte las habichuelas y salió a recibir su felicidad.

      Una vez devuelto a su casa, el pobre Juanito se quedó sin cena esa noche. Cuando la viuda se enteró que vendió la vaca por granos de habichuela, lo sacudió a bofetadas y lo insultó con las peores palabras que jamás había escuchado. En medio de la tormenta de pescozones, las habichuelas salieron volando de sus manos, que usaba para escudarse de los golpes. La viuda atacaba con rabia a la vez que lloraba, desconsolada por la estulticia de su hijo, por la maldad del viejo jaiba en el camino y por lo que pesan siempre las cadenas del destino. Juanito pasó muchas horas de esa noche en vela, también llorando, porque no entendía el coraje de su madre. Las habichuelas eran mágicas. Si las hubiesen sembrado, como dijo el viejo poeta, habría llovido dinero por la mañana. Finalmente, el sueño lo venció y quedó rendido sobre su colchón en el ático. Desconocía el paradero de las infames semillas.
      Al día siguiente, no despertó con la claridad usual de la única ventana en el ático. Rayos de sol, provenientes de otro lugar, jugaban al escondite en su rostro. En dirección a la ventana solo había una gran mancha. Tardó un poco en descubrir que el origen de la luz traviesa estaba encima de su cama. Un inmenso roto en el techo era parcialmente eclipsado por un tallo verde y pubescente que brotaba del primer piso de la casa, por el mismo medio de su cuarto y parecía no tener ápice. Juanito salió corriendo en busca de su mamá, que de seguro, ya andaba despierta e igual de asombrada. Apenas pudo bajar por la escalera angosta que llega al ático. El tallo era tan ancho que parapetaba parcialmente la entrada a los escalones. Encontró a su mamá lamentando.

¿Qué vamos a hacer Juanito? ¿Qué vamos a hacer?
¿Viste mami? ¡El viejo tenía razón! ¡El cabrón viejo tenía razón!
Lo que veo es que nuestra única casa, la que heredamos de tus abuelos, tiene ahora tremendos rotos en los pisos y en el techo. Lo que veo es que si llueve se nos van a mojar las cosas, que subir y bajar escaleras o siquiera entrar a la cocina, va a ser cada vez más difícil. ¿Por qué nos ocurren estas cosas? –Aun desconsolada, la viuda del hidalgo miraba hacia el futuro y veía esperanza, pero había que trabajar.– Anda, vete busca el hacha para que lo amueles. Yo me encargo del machete. A ver cuanto tiempo nos va a tomar desarmar el engendro este. ¡Apuesto a que mide como seiscientas millas de alto!
Pero mami, esto es lo que queríamos. Esto fue lo que prometió el viejo borrachón en el camino. El dijo que allá arriba, donde termina el tallo, encontraremos riquezas y que están disponibles a cualquiera que vaya a reclamarlas. No vamos a cortarlo todavía. Déjame intentar treparlo, a ver a dónde llega. –La viuda no cesaba de menear la cabeza, más incrédula por la ignorancia de su hijo, que por la nefasta semilla que germinó en el medio de su sala. Al parecer, no hacia falta tierra ni surcos para sembrar los granos, solo requerían una superficie llana y dura para echar raíces.

      Juanito se disparó por las escaleras para treparse en la verga inmensa que ultrajó su casa. Comenzó su ascenso por la planta velluda y rápido dio cuenta de la dificultad de la tarea. El tallo era resbaladizo en muchas partes y a veces cogía giros inesperados. Aun así, él trepó y trepó, arrimado al sueño que le vendió un poeta tramposo e ignorando la posibilidad de la caída, hasta que al fin traspasó el vapor de una nube blanca y espesa. Una vez encima, saltó de inmediato del bejuco que, allá arriba, se dividía en dos gigantescas hojas romboides. Caminó perdido, por mucho tiempo, sobre el suelo blanco y frío de aquel país ajeno. Vagaba solo y sin rumbo. A veces, se topaba con extraños letreros que no eran de mucha ayuda ya que él no entendía el lenguaje. A punto de rendirse y retornar con las manos vacías a la planta, entró, sin querer, en la boca abierta de un amplio camino pavimentado y limpio que, cómodamente, lo llevó hasta la entrada de una gigantesca casa. Allí, frente a la puerta encumbrada, encontró a un hombre de iguales proporciones, que lo miraba fijamente. Juanito habló primero.

Buenos días, don. Mire, yo no vengo a buscar problemas, ni nada. Lo que pasa es que estoy perdido y tengo mucha hambre. ¿Usted sería tan amable de darme un poco de almuerzo?
¿Almuerzo? No hay tal cosa como un almuerzo gratis. Si quieres almuerzo, tienes que darme algo a cambio. ¿Tienes algo para canjear?
Eh...pues...creo que no. No tengo nada ahora mismo.
¿Cómo llegaste hasta aquí?
Escalando una mata de habichuelas mágica.
Ahh...¿Entonces, sembraste una de mis semillas en tu casa y seguiste el tallo hasta aquí? Bien. Pues mira lo que vamos a hacer. –Los ojos azules del gigante rubio brillaban intensamente en la clara luz del día.– Hay que cuidar de esa planta y protegerla. Tienes que estar pendiente a los ácaros y las orugas, que vienen a comerse las hojas. También aparecen moscas blancas, cuyas larvas son bien destructivas. Si ves alguna, la matas. Tampoco dejes que hagan ruido; atraen a las demás. Si haces esto, te daré almuerzo todo los días y también te pagaré con más de mis habichuelas mágicas, que son riquísimas en un guiso. ¿Qué crees?

      A Juanito le pareció una estupenda idea. No solo mató el hambre que lo torturaba en ese momento, sino que también cargó con un bolso de habichuelas para que su madre las cocinara en un guiso por la noche. Quedaron en volverse a encontrar frente a las hojas gigantes, al día siguiente. Juanito descendió temerariamente por el tallo hasta llegar nuevamente a su cuarto en el ático. Su madre lo había esperado ansiosamente todo el día. El contó todo lo que había pasado y los detalles del trato que hizo con el gigante, pero ella, que seguía preocupada por la mata engordando dentro de su casa, no se vio tan entusiasmada. Al otro día por la mañana, Juanito emprendió la difícil y arriesgada tarea de volver a escalar la mata hacia el cielo. Un vez arriba, encontró al gigante, que misteriosamente, sin hablar y sin saludarlo, comenzó a bajar por el mismo tallo que él acababa de trepar.
      Así pasaron los días, que después se volvieron semanas, meses y años. Juanito subía a cuidar de la planta y bajaba por las tardes con una bolsa de habichuelas. El gigante y él se encontraban a veces, siguiendo trayectorias contrarias: por las mañanas descendía, mientras Juanito escalaba, y por las tardes, al inverso, el gigante subía cargando bolsas colmadas de cosas que Juanito no podía descifrar. En la vieja casa, con el paso del tiempo, el tallo adquirió tal proporción que apenas había espacio para caminar. Algunos de los cuartos quedaron permanentemente clausurados por el estorbo de la gigantesca osamenta. Por el tallo, que prácticamente había demolido lo que quedaba del techo, bajaba un torrente de agua cada vez que llovía, por mas ligera que fuera la llovizna. El huerto quedó desatendido, desde que había que escurrirse para llegar a la puerta del patio y desde que en la cocina, todas las noches, invadía el aroma irresistible del guiso de habichuelas.

Juanito. Tenemos que cortar esta mata. Hay que arrancarla de aquí, mijo. La casa está destruida; irreparable. ¡Coño!¿Tú no vez que nos está asfixiando?
¡Ay mami! ¿Vas a seguir con la misma cantaleta? –gritó Juanito, hastiado de la súplica diaria de su madre–. Yo se que se puso bien grande y que hay unos cuartos que ya no sirven, y todo eso, pero ¿qué importa?, si estamos comiendo y siempre regreso con más habichuelas en los bolsillos. ¿Qué sería de nosotros sin esta mata, sin habichuelas para guisar? ¿Ah? ¿Qué comeríamos? ¿Te has preguntado eso? No mami. Ahora no es el momento para cortarla.

      Tiempo después, Juanito dejó de escuchar el reclamo de su madre. Tal vez fue que la vieja se cansó de ser ignorada, o tal vez, quedó sepultada en uno de los cuartos. Juanito, nuca supo la verdad y tampoco la procuró. Un día, a punto de regresar a los escombros de su casa, vio al gigante que regresaba de la tierra de abajo cargando sus sacos llenos de cosas. Juanito notó que una de las bolsas tenía una pequeña raja por donde, poco a poco, algunos motetes se caían. Juanito corrió detrás del gigante y fue recogiendo los artefactos para devolvérselos.

Oiga. Gigante. Se le cayeron unas cosas de la bolsa. –llamó Juanito recogiendo lo que parecía ser un arpa dorado y una gallina mansa y otras cosas que brillaban como el oro.
¡Ja! ¡Muchas gracias! Nunca me iba a dar cuenta.
Si no le molesta...¿Qué son todas estas cosas? ¿De dónde las saca?
¿Esto? Son cosas que encuentro allá abajo. Mira esta por ejemplo. Esta gallina cuando pone huevos, los pone de oro. Y pone muchos también.
Que suerte que yo la encontré antes de que se pierda. ¡Debe valer mucho!
Nah...tengo un montón más como esa. –dijo el gigante sin mayor pena.
¿Y qué hace con todos esos huevos?
Nada. Los guardo. Me gusta el resplandor del oro.
¿Hay más cosas como esas allá abajo?¿Dónde?
Habían muchas, pero ya se están agotando. –contestó el gigante a la vez que giraba para marcharse.

      Al otro día, Juanito despertó aplastado entre el inmenso tallo y la última pared que quedaba de pie en la casa. No encontraba manera de escapar; a penas se podía mover. Respirar era cada vez más difícil. Justo antes de que la mata le exprimiera la última gota de vida, comenzó a temblar la tierra. El gigantesco tallo se sacudía y vibraba, y con cada espasmo, golpeaba a Juanito contra la pared. Poco a poco, la estructura entera comenzó a ceder y a elevarse. Juanito podía escuchar las raíces salir explotadas desde el piso de abajo. Desesperado y sin saber quien lo rescataba, comenzó a gritar.

¡La mata no! ¡La mata no! ¡Tumben la pared, que me quedo sin mis habichuelas!

      Nadie le haría caso. El gigante, desde bien arriba, arrancaba el tallo de raíz.





martes, 28 de noviembre de 2017

Hechos de papel III (11/2017)

Artista: Peter Callensen

Nací para que me devoren,
pero antes quiero ser escuchado.
Antes que a mi cuerpo lo quiebren
o extinga sus días calcinado,
mis palabras huirán rebeldes.
Antes que desechen mi envoltura,
ellas libres y resistentes
buscarán la grieta y la fisura.
Recorrerán el túnel y con el martillo
harán que vibren las paredes,
romperán todas las cerraduras
y encontrarán solo verdades.
Mis ideas saldrán rabiosas,
como una descarga eléctrica
que embala a conquistar tu mente
rozando tu alma melancólica.
Ellas tientan con caricias herejes.
Hambrientas y alcohólicas,
vuelan ocultas en el aliento
de un animal calcado en tinta,
una bestia en la cárcel de su cuerpo.
El papel no es más que una jaula
para el rugido etéreo
de este poema que cicatriza
en la hoja rústica e incauta.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Tony Iommi

Aprovecho la visita de Tony Iommi en la última entrada, para reseñar un poco de su larga carrera. La vida del hombre de hierro fue marcada por una gran ironía. Según cuenta el destino, Tony había renunciado a su puesto en la fábrica que debió haber consumido el resto de su vida. Escaso en años, había decidido escapar prematuramente de esa sentencia y comenzar una gira por Europa con sus amigos. Tony sería músico. Al menos, esos eran los planes que la vida truncó tajantemente: en su último día de trabajo una máquina le rebanó los dedos. Meses después que las vendas se soltaron, Tony permanecía inmerso en una depresión profunda. Fue entonces que una mano lacerada, como la suya, con pocos dedos funcionando, lo rescató del abismo. La música de Django Reinhardt, el gitano virtuoso, inspiró a Tony retomar el instrumento. Pero antes, ciertas modificaciones fueron necesarias. Primero, había que inventar cuerdas mucho más finas y suaves. Segundo, la distancia al diapasón y la tensión debían ser mínimas. Tercero, los acordes era mejor tocarlos en su raíz quinta, donde el meñique podía sustituir los dedos molidos. Tal fue la receta para un sonido nuevo. Arroje esas trampas en un caldero y combine con una revolución y una guerra. Añada mucho licor, nieve y ácido. Condimente con el dolor de pisar cada nota. Bata al fuego lento de una muerte nuclear que nunca llegó (hasta ahora) y vea brotar un vapor oscuro y misterioso. Muchos pensarán que es satánico. El resto es historia. Han pasado muchos años de aquel metal filoso y pesado, y sigue hirviendo la maldita olla. Esa segunda generación de rockeros británicos (Black Sabbath, Deep Purple, Led Zeppelin) ya promedian casi setenta años y, al parecer, nadie nunca sacará a esos demonios de sus cabezas.


domingo, 5 de noviembre de 2017

Libélulas (11/2017)


Ella baña su alma
en esmalte de luna;
una flor de loto es el nudo
que sus piernas me dibujan.
Ella persigue en el éter
la memoria de un futuro,
que, como ella, libelula,
es iridiscente:
ojos que aprenden a volar.

Ella persigue ese trance,
marchando por el  aire
con sus largas botas negras,
En busca de otras criaturas 
como ella, curiosa.

Ella atrapa a una de esas hadas,
y la enjaula a salvo 
entre las paredes de sus manos.
Ella observa por la ranura,
entre sus palmas cóncavas,
a una mujer de cuerpo alado
que observa intrigada a otra,

prisionera entre las suyas;
ninfas y sus cárceles clonadas
en cadena perpetua:
una espiral de mujeres
que comienza en el agua 
y atravieza el aire, el fuego y la tierra.


domingo, 15 de octubre de 2017

La puerta que canta (10/2017)


En mi casa abren dos puertas. La principal es de pino y la otra de metal ligero, de aluminio. Esta última da la terraza, luego de una escalera corta y un descanso. Aquella noche, un lobo malvado, como el del cuento, trató de derribarlas. No solo las puertas, sino también las paredes y las ventanas. Soplaba con el furor de una bestia vengativa, demandando justicia por un crimen que ignorábamos. Lo escuché, por ratos, jugar con los muebles de la terraza. Temblaba el techo cada vez que los arrojaba. A veces salía corriendo (no se a donde) y dejaba una estela de ramas y hojas sueltas en su rastro. A su paso, también arrancaba cables y letreros; nos dejó sin electricidad y telefonía. El agua potable no se atrevió a regresar. Pero el monstruo sí retornaba y con mayor fuerza, rugiendo, raspando y mordiendo las paredes. En muchas de ellas dejó su marca. Fue tarde en la noche cuando, hastiado de las tronadas y los sacudidas violentas de las ventanas, decidí enfrentarlo. Corrí a la entrada principal y halé con toda mi fuerza aquella puerta. Apenas se despegó del marco, pero por esa ranura diminuta entró su grito amplificado. La puerta no cedía. Se rehusaba a abrir. Subí corriendo a la terraza a tratar la otra. Al tope de la escalera, la puerta de metal pulsaba violentamente. Latía como el corazón de la casa. Con cada espasmo, el metal gemía. Resistía el soplo del lobo demoledor, zumbando. Parecía cantar. No pude abrirla. Mientras más fuerte halaba la perilla, más resistencia oponía. Entendí entonces que la casa nos protegía, que no me dejaba salir para salvar mi vida. No había mas que hacer, solo pensar que la casa resistiría el embate. El resto de la noche, no junté los párpados. No pude. Permanecí sentado al fondo de la escalera, en el descanso, encogido y con las rodillas al pecho. Veía a la puerta doblarse y temblar. Impedía el paso a la furia. La escuchaba cantar su canción metálica. Nunca olvidaré aquella música. Era como el zumbido lento de una plaga devorando todo a su paso, como un réquiem que Ligeti debió haber escrito.


miércoles, 13 de septiembre de 2017

El heavy metal nuestro de cada día: Steve Vai


Todavía un niño, jugabas con las teclas de un piano. Tanteabas patrones; pescabas melodías. Un maestro especial te enseñó a descifrar los símbolos de una matemática fantástica, una magia asombrosa, que habla el lenguaje de los sonidos en el papel. Jimmy Page te hizo esclavo de la guitarra: el mejor instrumento del mundo. Blackmore te inició en el misticismo. En poco tiempo domaste las vibraciones de las cuerdas. Desde Berkley, comenzaste la tarea imposible de transcribir a Frank Zappa. El genio rebelde del oeste te acogió bajo su ala. Juntos, navegaron los paisajes mas complejos y perversos. Arribaste, maduro, a una era de innovadores. Van Halen juró ignorar las reglas y Malmsteen no puede prescindir de ellas y tú, Steve Vai, los relevaste magistralmente a ambos. Brillaste con luz propia desde la tarima, bajo sombras de gigantes. Ven y regresa a tu choza armónica, donde el estante infinito sigue creciendo en ideas acaparadas. Haz que la música suene como tú quieres: excéntrica y virtuosa, compleja y radical. Quiero escuchar una conversación entre extraterrestres. Quiero que sueñes con serpientes. Exhala una canción al respirar. Saluda a Stravinsky de mi parte y por el amor de dios, sigue extrayendo notas al éter y al sonido de las flores contra la ventana.



miércoles, 6 de septiembre de 2017

Carta abierta a un escritor (09/2017)

Chromatic Typewriter - Tyree Callahan













6 de septiembre de 2017
Ponce, P.R.

Saludos cordiales,
       Espero se encuentre saludable un día como hoy. No me conoce, ni yo a usted, pero le prometo que, si lee esta carta hasta el final, me dedicaré a estudiar su obra. Devoraré todas sus páginas impresas y electrónicas. Haré notas; buscaré símbolos. Mi crítica será cruel, pero honesta. Nuestros debates serán extensos y fogosos. Nos admiraremos mutuamente. En el espíritu de esa amistad por concretarse, le escribo para solicitar algo inusual. No se preocupe, no necesito dinero, por lo menos no ahora. Le escribo para pedirle que me escriba. Deseo habitar una de sus obras. Engendre, le suplico, un personaje y enséñele a hablar como usted cree que yo hablo. Que nazca en las páginas de un cuento o una novela (no sabría como vivir en un poema). Debe ser arrogante y socialmente torpe. Puede comenzar narrando su eterna lucha con los vicios, pero destaque los más nocivos. También puede mencionar algunas virtudes, aunque tendrá que escarbar ardua y pacientemente. Añada modestia, si quiere. Resalte el malgasto de los pocos tesoros que cayeron en sus manos durante el camino. Cuente como desatendió sus mejores talentos en favor de distracciones banales. Puede usar la guitarra como ejemplo. Haga una lista de todas las oportunidades que desconoció, detrás de la comodidad malvada. Achaque síntomas y dolores que va descubriendo. Infle su abdomen en varias tallas. Despinte su cabello e invente un síndrome genético para explicar cómo aclaró prematuramente. Que use un disfraz de astronauta, sino que practique la ingeniería. Igualmente puede fungir detrás de una barra sirviendo tragos ardientes o recogiendo y coleccionando basura. De punto culminante, que se vea de rodillas frente a una encrucijada, como una madeja de caminos cuyos destinos la niebla y el polvo del desierto ocultan bajo sus pliegues. Hágale sufrir una crisis de identidad. Como en la película de Nolan, que el germen de una idea contamine su alma. Que no soporte lo que es, ni quiera ser lo que pensó quería ser. Opaque el lustre de todas las cosas que tiene, y transfórmelas en piedras grandes y pesadas, como la de Sísifo. En el proceso, deje que se autodestruya, que poco a poco, eche todo a perder. Ese capítulo será aterrador. Se que es mucho lo que pido. De no ser posible, si mi vida no es apta para ser publicada, le ruego entonces que al menos, estimado escritor o escritora, me diga que ocurre después de la encrucijada.




martes, 5 de septiembre de 2017

Hechos de papel II (09/2017)


       Allí estaba, tendida sobre la mesa, desnuda y sumisa, esperando paciente la tortura. El instrumento flotaba sobre ella, amenazante, en mano de quién la hizo prisionera. Su cuerpo temblaba levemente al menor roce, al menor suspiro. Quería  imaginar que, a la larga, parte del dolor se confunde con placer. Surgieron dudas en la mente de violador; temor y respeto inspiraban la profunda inocencia de aquella criatura pura. Aun así, sin remordimientos, sin más preámbulos, comenzó a raspar la piel blanca. Cada tajo añadía letras rojas a una palabra. Cada palabra completada, dolía más que la anterior. Se detuvo y vio lo que había hecho. No sabía si era bueno o malo. Pensó rajarla. Ella se defendió como pudo. Extasiada del dolor y rendida, comenzó a susurrar: “Allí estaba, tendida sobre la mesa, desnuda y sumisa....”.


Artista: Peter Callesen



lunes, 28 de agosto de 2017

El Rapto (08/2017)




Anoche soñé contigo. No recuerdo los detalles,
solo sé que nos convertíamos continuamente
el uno en el otro, yo era tú, tú eras yo.”
F. Kafka

"To my mathematical brain,
the numbers alone make thinking
about aliens perfectly rational."
S. Hawking


Despertó envuelto de una obscuridad absoluta y seguro de estar paralizado. Había estado soñando que era artista y que sufría de hambre y sed insoportables. En el sueño, respiraba con dificultad, tendido en la silla de un balcón diminuto. Se alimentaba del resplandor verde de los bosques en la distancia. R
ayos tibios de sol anestesiaban su laringe, hasta que un eclipse comenzó a opacar el cielo. Se quedó sin aliento. El aire parecía huir con la luz. Justo antes de la asfixia, abrió la boca hasta hacer un ángulo imposible con su quijada, pero en vez de aspirar, dejó escapar, por fin, al gigantesco escarabajo atrapado en su garganta. De ese sueño brincó a otro más aterrador. Flotaba calmado, sin hacer ondas sobre la superficie tersa de un lago, hasta que sintió un halón. Un enorme remolino crecía y se lo tragaba. El agua, acelerada, daba vueltas, enroscando un anillo de espuma alrededor del agujero negro. Su cuerpo, indefenso, entraba por el ojo a una tormenta. Se precipitaba por el eje de un túnel sin rozar las paredes, o las paredes del túnel rebasaban su cuerpo detenido. Daba igual. No veía luz al final. Parecía no tener fondo o salida. No habían ladrillos ni peldaños ni marcas de ningun tipo para contar la distancia hacia el infinito. De repente, la misma fuerza misteriosa y obstinada que lo había arrebatado, lo detuvo en la presente circunstancia.

      Juraba tener los ojos bien abiertos, pero ni el más insignificante destello captaban sus retinas. Las tinieblas creaban un vacío perfecto. Desconocía las reglas de ese juego. Arriba era gemelo de abajo. Cerca era igual a un millón de años luz. Podía estar encerrado en una almeja, como también suelto en el centro de un universo añejo y moribundo, donde toda luz fue hace mucho tiempo extinta. Estaba solo con sus pensamientos, libre de toda distracción física. Se enfrentaba aterrorizado a su imaginación. La primera de esas ideas que ganó la batalla, era absurda y espantosa: había extraviado su cuerpo. Ignoraba la posición de sus miembros. Lo que pensaba era el pie izquierdo podía ser el derecho, un codo o una rótula. No tenía donde anclar su consciencia. Temía diluirse en la inmensidad negra. Luchó por no desintegrarse. Desde la ceguera absoluta, buscaba las señales tenues de otros sentidos. Fue así que, poco a poco, el contorno de un cuerpo comenzó dibujarse. Ciertas incomodidades se manifestaban: cosquillas suaves donde recordaba la nariz, picores, también inalcanzables, recorriendo lo que, dedujo, era su espalda. A veces, una corriente extraña erizaba la piel de lo que debía ser la nuca. Comenzó a compilar y clasificar cada una de esas sensaciones remotas y efímeras, como si fueran las piezas de un rompecabezas: pedacitos de lo que fue su cuerpo, para armar.

      Esto no era otro sueño; había llegado a esa conclusión. Los sueños desdeñan los detalles. Omiten las sutiles molestias de existir. Por ejemplo: olvidan el hormigueo en las manos entumecidas que despiertan paulatinamente. Las suyas se sentían, al igual que los pies, como dos yunques. La parálisis estaba cediendo. La cosquilla era insoportable. Con esfuerzo, logró abrir lentamente uno de sus puños. Luego, pudo mover un brazo y, más tarde, estirar una pierna. Comenzó a tantear el espacio con sus extremidades. Pateando y golpeando a la oscuridad, con puños y patadas invisibles, pretendía tropezar con algo que revelara pistas de su entorno. Algunas cosas ya las daba por hechos: no dormía sobre su lecho y ni siquiera estaba en su alcoba a oscuras. Sus pies no alcanzaban el piso, pero tampoco sentía un mueble debajo de su espalda o glúteos. Era como levitar: la continua sensación de estar en el punto más alto de un columpio, justo antes de que cambie de dirección. Siguió arrojando sus extremidades al vacío. En una de esas sacudidas, más o menos coordinada, su pie, al fin, tropezó con una barrera invisible.

       Al principio, extendía y retiraba la mano instintivamente, con fobia a la extraña sensación de lo que tocaba. Después, comenzó a explorarla con mas convicción. La había confirmado a todo su alrededor. Tuvo la impresión de que era tibia. La sentía lisa excepto por periódicos frunces, que sus dedos detectaban al recorrerla. Al contacto, parecía más orgánica, que de metal o plástico. La presionó en varios sitios, primero con uno o dos dedos. Sintió que estiraba un poco, pero luego se retractaba. Conectó un primer golpe tímido, inseguro de lo que pasaría si la atravesaba. No sucedió. Continuó impactando la barrera con más golpes, incrementando en fuerza. Era inútil. No lograba quebrar la envoltura, pero tampoco estaba completamente seguro de querer romperla. No sabía lo que iba a encontrar al otro lado. Podía estar en el fondo del mar o en el vacío de una órbita alrededor de un planeta. Estaba seguro de que había sido secuestrado, pero desconocía quién o quiénes eran sus captores y, peor aún, sus motivos.

      Quiso dejar de pensar en esa cosas; solo le causaba ansiedad. Con los brazos más lúcidos, se dedicó entonces a explorar su cuerpo. Pudo confirmar que, en efecto, estaba desnudo. Tocó la punta de su nariz y llegó a apretar el meñique de uno de sus pies. También aseguró la presencia de sus genitales. Sentía la piel embalsamada, aceitosa. Notó de inmediato, que todo su cuerpo había sido depilado, excepto el cráneo. Descubrió algo aterrador en su abdomen. De  allí, brotaba una manga larga y flexible que, al parecer, conectaba directo a la membrana que lo envolvía. Entre brazadas y patadas, asustado e invadido, se enredó varias veces con ella. Trató futilmente de arrancarla. Era plana y resbaladiza por fuera; difícil de agarrar. Donde se unía a la envoltura, se desparramaba en finitas raíces alrededor del tronco principal. Desistió de la tarea. El miedo se transformó en indignación y luego en coraje. Comenzaba a tramar un plan de escape cuando cayó en cuenta que las paredes de su prisión hermética se encogían.

       El espacio que ocupaba se hacía cada vez más pequeño. Sentía nausea y mareo, como resultado de impulsos cortos que, con mayor regularidad, lo estrellaban contra la barrera. Su mundo temblaba con mayor frecuencia, aturdiéndolo. Por primera vez, escuchó ruidos afuera. Algunos eran como truenos en la distancia, otros, como golpes en la puerta. A través de la membrana encogida, comenzó a experimentar punzadas y toques de objetos duros que lo empujaban y lo apretaban. En varias ocasiones percibió extrañas vibraciónes que lo traspasaban. Al finalizar uno de tales eventos, particularmente largo, tuvo la premonición de que había algo cerca de su cara. Todavía a ciegas y con el miedo reinstalado, alzó una mano para salir de dudas. Descubrió un objeto largo y puntiagudo cerca de su oreja izquierda. Era frío y definitivamente metálico. No pudo adivinar que función servía. Tampoco supo en que momento se retiró de su espacio. Un cansancio demoledor lo adormecía.

        Soñaba que nadaba en un mar de letras. Buscaba pescar una palabra con sus manos. Cuando por fin la atrapó, se deshizo en una escuela de peces coloridos que fueron a formar otra palabra. Un temblor, más severo, lo sacudió del trance. La membrana estaba ya tan reducida que apenas podía moverse. Su cuerpo estaba siendo aplastado, sus rodillas presionaban fuerte contra el esternón. El espacio para maniobrar se había agotado. El ruido se había amplificado afuera. De repente, un zumbido agudo reventó sus oídos. Su corazón palpitaba desenfrenado. Una tenue luz, sin foco, se colaba en su cárcel, a la vez que su respiración comenzaba a fallar. Hacia buches, pero ya no encontraba el oxígeno. Una enorme fuerza lo empujaba. Un aparato metálico le exprimía la cabeza y lo arrancaba fuera de la membrana. La luz se tornó blanca y segadora. Sintió un frío inconsolable. Lo sujetaban por la piernas, desnudo en el aire helado. Le cortaron la manga del vientre. Lo cargaron con desdén hasta una mesa. Allí le insertaron más instrumentos por la nariz, la boca y el ano. Varias veces lo voltearon. Luego lo llevaron a otra superficie mucho más cálida y placentera. Allí logró respirar nuevamente. Parecía que lo peor había pasado, pero nunca recordará el terror que experimentó cuando escuchó aquellas palabras insólitas.


¡Felicidades mamá! ¡Es un varoncito!



sábado, 29 de julio de 2017

Caracola (07/17)










Espiral de mar, logaritmo,

náufraga en la orilla de cuarzo,

persigo en la arena tu rastro,

como descifrando un signo,

como asechando una presa.

Cargo la piedra que te hará añicos,

quebrantando tu orden falso.


Me arrastro desnudo con inercia

sobre el infinito cristal majado.

En vano se fugan los años

detrás de criaturas ya muertas

que sirven solo para fraguar

una gigantesca concha hueca,

fruto de mi viejo letargo.


El día que muera mi cuerpo,

escaparé como un suspiro

perdido en el túnel de nácar,

un fantasma de aire y saliva

haciendo música del agua:

olas vivas en el laberinto,

salvando todos mis recuerdos.





jueves, 13 de julio de 2017

El viaje (07/17)



 

II Pedro 2:12
Mas que insólito, fue un evento sin precedente. Llegaron sin avisar. Procedían de un lugar tan lejos que medir la distancia en millas era tan inútil como contar granos de arena en la playa. Tenían una apariencia arácnida y famélica. Su cuerpo era, principalmente, un eje tubular y desproporcionado que abría en una boca amplia de miles de dientecitos cristalinos y afilados. De la circunferencia de la boca brotaban media docena de largos tentáculos. Dicen que, al igual que las anémonas, tenían micro-receptores y glándulas neuro-tóxicas en las puntas de esos miembros. Se movían dentro de burbujas mecanizadas por una extraña tecnología que permitían parcialmente ver hacia dentro y que flotaban en el aire, bajo algún control igualmente extraño. Las burbujas estaban insufladas, ahora sabemos, con gases de amoniaco. Habían interceptado nuestra primera transmisión desde Arecibo, décadas atrás. Les tomó poco tiempo encontrar una ruta eficiente hacia nuestro sol pálido. Durante el viaje se dedicaron a descifrar los idiomas principales (siguiendo su antiguo y probado protocolo) y aprendieron mucho sobre nosotros, interceptando las señales con las que contaminamos el espacio. Habían escuchado de las Naciones Unidas y de Bruselas, pero al final decidieron (unánimemente) atracar en Jerusalén, en la periferia del monte Zión. Se cantaron inofensivos y creo que en verdad lo eran. Los miembros del comité conjunto de recepción fueron muy amables y, podría apostar, hasta sinceros. Todo iba de maravilla hasta que, casi al final de ese primer encuentro, alguien hizo la más impertinente de las preguntas. ¿Ustedes creen en Dios? Los visitantes no titubearon al contestar. La pantalla gigante iluminó una ristra de letras: ENTENDIDO      PREGUNTA     CULTURAS  HUMANAS    PIENSAN    FENÓMENO    SOBRENATURAL     NOSOTROS    BIOLOGÍA      GENÉTICA       INMORTAL       NO       RAZÓN    ESPÍRITU      NOSOTROS      CUERPO    SIEMPRE      NO      MUERTE. Las criaturas concluyeron su discurso aludiendo a que tampoco heredaban un pecado original a causa de género, ya que siempre fueron asexuales y se clonaban a sí mismos. Después que la última letra se dibujó en la pantalla, un silencio abismal arropó aquel salón de conferencias y en un instante, al planeta. Días más tarde, los líderes se reunieron. Semanas después, la gente también lo hizo. Las mayorías fueron abrumadoras, despóticas. La cruzada la organizaron todas las sectas juntas (todas), unidas por un fin común. Como dije al principio, fue algo que jamás había sucedido. El vaticano se encargó de la logística y los asuntos legales. Los musulmanes de la ciencia y la ingeniería. A los judíos les tocó el armamento y la táctica militar. Los protestantes pusieron el capital humano. No pudieron obligar a los budistas, que preferían inmolarse antes de participar. Las finanzas nunca quedaron claras.  Los despegues hacia Zeta Herculis comenzaron en noviembre. Solo espero que sobrevivan.




miércoles, 28 de junio de 2017

El Heavy Metal nuestro de cada día: Dream Theater


Agradezco a Dream Theater la canción que prestaron para mi última entrada. Subliminalmente inspiró una historia de cambios y el cambio es el germen de sus composiciones. De eso se puede escribir una tesis. Recuerdo la primera ocasión en que asaltaron mis oídos desde una cinta magnetofónica que tomé prestada (sin permiso) de mi hermano. Las pequeñas bocinas atadas a mis orejas disparaban una tormenta de sonidos: pentatónicas en Re o Mi Menor desbocándose por el pentagrama, silencios abruptos, acordes de jazz y ritmos latinos o célticos fundiéndose con la furia del rock pesado. La guitarra de Petrucci cortaba notas más rápido que el sonido. Los aullidos de Labrie alcanzaban las notas mas altas de la escala. La percusión de Portnoy (ahora Mangini) marcaba el paso, sincopada y siempre encontrando un espacio entre cada nota, por más ínfimo. Myung, en el bajo, narraba una historia tras bastidores con la agilidad de sus dedos. Kevin Moore en el teclado (ahora Rudess), creaba atmósferas y melodías evocando a Bach, Bartok o a Stravinksy. Berkely los juntó, pero no pudo aguantarlos: virtuosismo que explotó en todas direcciones. Lo que desde un principio fue majestuoso, se convirtió entonces en un teatro de sueños. Se logró una semilla fértil de música que clona a sus integrantes continuamente para proyectos alternos de diversidad sonora aun más impredecibles. Exempli gratia: el experimento de tensión líquida (Liquid Tension Experiment) y el cine de pesadillas (Nightmare Cinema), su ego alterno. Brillan hoy como ejemplo para músicos más jóvenes (o más viejos) de que el talento, por sí solo, no enciende la mecha. Hay que trabajar muy duro. Hay que frotar mucho y seguido las piedras. Solo arde la llama, si se que quema el combustible en las venas, si se ama lo que se trabaja.