“Anoche soñé contigo. No recuerdo los detalles,
solo
sé que nos convertíamos continuamente
el
uno en el otro, yo era tú, tú eras yo.”
F.
Kafka
"To
my mathematical brain,
the
numbers alone make thinking
about
aliens perfectly rational."
S.
Hawking
Despertó envuelto de una obscuridad absoluta y seguro de estar paralizado. Había estado soñando que era artista y que sufría de hambre y sed insoportables. En el sueño, respiraba con dificultad, tendido en la silla de un balcón diminuto. Se alimentaba del resplandor verde de los bosques en la distancia. R
ayos tibios de sol anestesiaban su laringe, hasta que un eclipse comenzó a opacar el cielo. Se quedó sin aliento. El aire parecía huir con la luz. Justo antes de la asfixia, abrió la boca hasta hacer un ángulo imposible con su quijada, pero en vez de aspirar, dejó escapar, por fin, al gigantesco escarabajo atrapado en su garganta. De ese sueño brincó a otro más aterrador. Flotaba calmado, sin hacer ondas sobre la superficie tersa de un lago, hasta que sintió un halón. Un enorme remolino crecía y se lo tragaba. El agua, acelerada, daba vueltas, enroscando un anillo de espuma alrededor del agujero negro. Su cuerpo, indefenso, entraba por el ojo a una tormenta. Se precipitaba por el eje de un túnel sin rozar las paredes, o las paredes del túnel rebasaban su cuerpo detenido. Daba igual. No veía luz al final. Parecía no tener fondo o salida. No habían ladrillos ni peldaños ni marcas de ningun tipo para contar la distancia hacia el infinito. De repente, la misma fuerza misteriosa y obstinada que lo había arrebatado, lo detuvo en la presente circunstancia.
Juraba
tener los ojos bien
abiertos, pero ni
el más insignificante destello captaban sus retinas. Las
tinieblas creaban un vacío perfecto. Desconocía
las reglas de ese juego. Arriba era gemelo
de abajo. Cerca
era igual a un millón de años luz. Podía estar encerrado en una
almeja, como también suelto en
el centro de un universo añejo y moribundo, donde toda luz fue hace
mucho tiempo extinta. Estaba solo
con sus pensamientos, libre de toda
distracción física. Se enfrentaba
aterrorizado a su imaginación.
La primera de esas ideas que ganó la
batalla, era absurda y espantosa: había
extraviado su cuerpo. Ignoraba
la posición de sus miembros. Lo que pensaba era el pie izquierdo
podía ser el derecho, un codo o una rótula. No
tenía donde anclar su consciencia. Temía diluirse en la inmensidad
negra. Luchó por no desintegrarse. Desde la ceguera absoluta,
buscaba las
señales tenues de otros sentidos. Fue así que, poco a poco, el contorno de un
cuerpo comenzó dibujarse. Ciertas
incomodidades se manifestaban:
cosquillas suaves donde recordaba la nariz, picores, también
inalcanzables, recorriendo lo que, dedujo, era su espalda. A veces,
una corriente extraña erizaba la piel
de lo que debía ser la
nuca. Comenzó a
compilar y clasificar cada una de esas sensaciones remotas y
efímeras, como si fueran las piezas de un rompecabezas: pedacitos de lo que fue su cuerpo, para
armar.
Esto
no era otro sueño; había llegado a esa conclusión. Los
sueños desdeñan
los detalles.
Omiten las
sutiles molestias de existir. Por ejemplo: olvidan
el hormigueo en
las manos entumecidas que despiertan
paulatinamente. Las suyas se sentían, al igual que
los pies, como dos yunques. La parálisis estaba cediendo. La cosquilla
era insoportable. Con esfuerzo, logró abrir
lentamente uno de sus puños. Luego, pudo mover un
brazo y, más tarde, estirar una pierna. Comenzó a tantear el
espacio con sus extremidades. Pateando y golpeando a la oscuridad, con puños y patadas invisibles, pretendía tropezar con algo que revelara pistas
de su entorno. Algunas cosas ya las daba por hechos: no dormía sobre su lecho y ni siquiera estaba en su alcoba a oscuras. Sus pies no alcanzaban el piso, pero tampoco sentía un mueble debajo de su espalda o glúteos. Era como levitar: la continua sensación de estar en el punto más alto de un columpio, justo antes de que cambie de dirección. Siguió arrojando sus extremidades al vacío. En una de esas
sacudidas, más o menos coordinada,
su pie, al fin, tropezó con una barrera invisible.
Al
principio, extendía y retiraba la mano instintivamente, con fobia a la extraña
sensación de lo que tocaba. Después, comenzó a explorarla con mas
convicción. La había confirmado a todo su
alrededor. Tuvo
la impresión de que era tibia. La sentía lisa excepto por
periódicos
frunces, que
sus dedos detectaban al recorrerla. Al
contacto, parecía más orgánica,
que de metal o
plástico. La presionó en varios sitios,
primero con uno o dos dedos. Sintió que estiraba un poco, pero luego
se retractaba. Conectó un primer golpe
tímido, inseguro de lo que pasaría si la atravesaba. No sucedió. Continuó impactando la barrera con más golpes, incrementando en
fuerza. Era inútil. No lograba quebrar la
envoltura, pero tampoco estaba completamente
seguro de querer romperla. No sabía lo que iba a encontrar al otro lado. Podía
estar en el fondo del mar o en el vacío de una órbita alrededor de un planeta.
Estaba seguro de que había sido secuestrado, pero
desconocía quién o quiénes eran sus
captores y, peor aún, sus motivos.
Quiso
dejar de pensar en esa cosas; solo le causaba ansiedad. Con los
brazos más lúcidos, se dedicó entonces a
explorar su cuerpo. Pudo confirmar que, en
efecto, estaba desnudo. Tocó la punta de
su nariz y llegó a apretar
el meñique de
uno de sus pies. También aseguró la presencia de sus genitales. Sentía la piel embalsamada,
aceitosa. Notó de inmediato, que todo su cuerpo había sido
depilado, excepto el cráneo. Descubrió algo aterrador en
su abdomen. De allí, brotaba
una manga larga y flexible que, al parecer, conectaba directo a la
membrana que lo envolvía. Entre brazadas y patadas, asustado
e invadido, se
enredó varias veces con
ella. Trató futilmente de arrancarla. Era plana y resbaladiza por
fuera; difícil de agarrar. Donde
se unía a la envoltura, se desparramaba
en finitas raíces alrededor del tronco principal. Desistió
de la tarea. El miedo se transformó en
indignación y luego en coraje. Comenzaba a tramar un plan de escape cuando
cayó en cuenta que las
paredes de su prisión hermética se
encogían.
El
espacio que ocupaba se hacía cada vez más pequeño.
Sentía nausea y mareo, como
resultado de impulsos cortos que, con mayor regularidad, lo
estrellaban contra la barrera. Su mundo temblaba con mayor frecuencia,
aturdiéndolo.
Por primera vez, escuchó
ruidos afuera.
Algunos
eran como truenos en la distancia, otros,
como golpes en la puerta. A través de la membrana encogida,
comenzó a experimentar
punzadas y toques de objetos
duros que lo empujaban y lo apretaban. En varias
ocasiones
percibió extrañas
vibraciónes que lo traspasaban.
Al finalizar uno de tales eventos,
particularmente largo, tuvo la premonición de que había algo cerca
de su cara. Todavía a ciegas y con el miedo reinstalado, alzó una mano para salir
de dudas. Descubrió un objeto largo y puntiagudo cerca de su oreja izquierda. Era frío y definitivamente metálico. No pudo adivinar
que función servía. Tampoco supo en que momento se
retiró de su espacio. Un cansancio demoledor lo adormecía.
Soñaba que nadaba en un mar de letras. Buscaba pescar una palabra con sus manos.
Cuando por fin la atrapó, se deshizo en una escuela de peces
coloridos que fueron a formar otra palabra. Un temblor, más severo,
lo sacudió del trance. La membrana estaba ya tan reducida que apenas
podía moverse. Su cuerpo estaba siendo aplastado, sus rodillas
presionaban fuerte contra el esternón. El espacio para maniobrar se había
agotado. El ruido se había amplificado afuera. De repente, un
zumbido agudo reventó sus oídos. Su corazón palpitaba
desenfrenado. Una tenue luz, sin foco, se colaba en su cárcel, a la
vez que su respiración comenzaba a fallar. Hacia buches, pero ya no encontraba el oxígeno. Una enorme fuerza lo empujaba. Un aparato metálico le exprimía la cabeza y lo arrancaba
fuera de la membrana. La luz se tornó blanca y segadora. Sintió un
frío inconsolable. Lo sujetaban por la piernas, desnudo en el aire
helado. Le cortaron la manga del vientre. Lo cargaron con desdén
hasta una mesa. Allí le insertaron más instrumentos por la nariz,
la boca y el ano. Varias veces lo voltearon. Luego lo llevaron a otra
superficie mucho más cálida y placentera. Allí logró respirar
nuevamente. Parecía que lo peor había pasado, pero nunca recordará
el terror que experimentó cuando escuchó aquellas palabras
insólitas.
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