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El Heavy Metal nuestro de cada día:

El Heavy Metal nuestro de cada día: Endless Forms Most Beatiful
En la voz tranquila y profunda de Richard Dawkins comienza el octavo disco de la banda finlandesa Nightwish, Endless Forms Most Beautiful (2015). En el preludio; la calma antes de una explosión; el famoso biólogo reflexiona...

lunes, 21 de noviembre de 2016

Airon Meiden - Parte III



          Heaven Can Wait (1986) es un recorrido por el túnel de la muerte, narrado desde el punto de vista singular de una persona común.  La travesía por el plano astral comenzó con un acorde sintetizado de La Menor mientras las cuerdas intercambiaban notas y silencios, creando una atmósfera misteriosa y futurista. Nicko McBrain se unió a la marcha con sus toques precisos. Las notas se fundieron en acordes con igual premura, cuando entró Bruce Dickinson en otro vestuario. El primer solo de guitarra fue de las manos de Dave Murray, esquivando el ritmo complejo que hacían Smith y Gers. Es un arreglo complicado: la canción sufre varios cambios de ritmo, tiempo y tono antes de regresar a los acordes del principio. En el interludio, miles de voces cantaron el épico coro “Oh, Oh, Oh…” junto con el tumulto de técnicos, afinadores y sonidistas que invadieron la tarima. Varios fanáticos de la banda en Puerto Rico también fueron invitados al escenario, acompañados de la hija de Harris con una bandera boricua, bien orientada en esta ocasión. En su apertura del concierto, la juvenil Lauren Harris fue engatusada a participar de un esquema de mercadeo estulto, irrisorio y harto repetido, pero que siempre funciona en Puerto Rico. De hecho, es casi una regla no escrita que cualquier artista foráneo que se presente en la isla debe desdoblar la mono-estrellada en tarima, para avivar y recurrir a un sentimiento patrio tan efímero como el que generan los boxeadores y las reinas de belleza. La pobre niña ignoraba (y ninguno de esos buitres de mercadeo que la obligaron a hacerlo le aconsejó, ni por honor a la bandera) por donde se agarraba la tela y la proyectó al revés durante su breve intervención en la apertura, ante la boca abierta de los fanáticos.
          El coro inconfundible de Can I Play with Madness? (1988) tronó en el coliseo. La canción, que es uno de los intentos más comerciales de la banda, ostenta un coro fuerte y melódico; el verso es pegajoso y se movía al ritmo exacto de los platillos y el timbal de Nicko McBrain. Componer de esta manera no es venderse a la industria o al mercado, sino la evolución de tres magníficos escritores: Harris, Dickinson y Smith. La música es pura de Iron Maiden. Debo destacar el increíble trabajo que hace Nicko McBrain en la percusión. Su habilidad para hacer que los tambores participen de las melodías, que compartan el protagonismo de las cuerdas, ha servido de inspiración a bateristas más jóvenes como Mike Portnoy (Dream Theater) y Scott Rockenfeld (Queensryche). Todo el mundo concuerda en que Clive Burr era también un excelente percusionista antes de sufrir el terrible accidente biológico de la esclerosis múltiple. Pero, Nicko no solo continuó el estilo único de batería de Burr, sino que lo evolucionó en un arte propio y original de Iron Maiden.  Los golpes, acentuando a las guitarras y al bajo, nota por nota, son la firma clara de McBrain. Su parte en esta canción es una de mis favoritas. No solo mantuvo el ritmo fuerte debajo de la voz de Bruce Dickinson, sino que aprovechó los silencios para improvisar cortes, a veces en contra del ritmo. El gran Nicko lo hace ver todo tan fácil, acompañando la música con muecas juguetonas y esculpiendo una amplia sonrisa sobre las arrugas de su cara, mientras toca las cosas más imposibles.
          El disco (en vivo) A Real Live One (1993) definió para la posteridad el rol protagónico que tendrían que asumir los fanáticos en futuros conciertos de Iron Maiden. En Fear of the Dark (1992) la multitud se tornó un instrumento adicional de la canción, tal y como lo hicieron los histéricos finlandeses en aquel disco. Dice mucho de Steve Harris, como escritor, que cientos de miles de fanáticos a través de los años y las tarimas se han memorizado cada nota musical de una canción suya, al punto que la pueden vocalizar junto a los instrumentos en vivo. El efecto se sintió intacto en el Choliseo. El sepulcral lamento plural de “Oh”, casi como un mantra, erizó la piel. La línea principal de la suave melodía estuvo en manos del germánico Janick Gers, que usualmente es el anárquico y ruidoso. Bruce Dickinson cantó la estrofa con un dramatismo burlón. Las guitarras estuvieron exactas, especialmente en el interludio, cuando los fanáticos nos unimos a Dave Murray y al alemán en otra cascada de “Oh”, siguiendo a la melodía. Después de los solos, continuamos recitando afónicos el coro para Bruce que lo exigía con su tradicional “Scream for me Puerto Rico! Scream for me!”.
          La emblemática Iron Maiden (1980) nos tomó por sorpresa, todavía envueltos en el furor de Fear of the Dark. Las primeras líneas de la guitarra, que siempre inicia Dave Murray, son casi tan reconocidas como la canción anterior. El sonido estuvo claro, especialmente cuando se unieron en armonía las tres guitarras, parecido a esto: 


La mejor parte ocurrió después del segundo coro cuando Murray exploró una escala derivada de La Menor, para ser opuesta por la melodía contraria de Smith, Gers y Harris: 


El contrapunto terminó en un corto solo de bajo, donde Harris hizo alarde de la velocidad de su mano derecha. Al entrar en el tercer coro apareció en tarima el icónico Eddie el Muerto, en su encarnación futurista de Somewhere in Time (1986). La gigantesca marioneta recorría la tarima amenazando a los músicos y esquivando los ataques de Dickinson con el asta del micrófono. El zombi cibernético de Riggs bailaba, corría y perseguía a Dickinson entre los músicos y la topografía de la tarima. Admito que, de las apariciones de Eddie que he presenciado, esta fue la mejor en términos de la calidad del muñeco y la facilidad con la que se desplazaba y movía las coyunturas.  Me quede esperando, sin embargo, la otra marioneta más gigante aun, que se suponía irrumpiera por detrás de la cortina del trasfondo, con llamas en los ojos. En la gira de 1985, esta misma canción culmina con una gigantesca momia que surge por encima del baterista agitando los brazos. Desconozco porque decidieron no incluir este artefacto en la escenografita para esa ocasión. En cualquier caso, terminó la canción con un solo Eddie en tarima y con ella la primera parte del concierto, cuando se fingió que era el final para entrar en la cadencia.
En medio de la furiosa letanía de “Maiden, Maiden, Maiden”, reapareció la banda en tarima, levemente refrescada. El intenso periodo desde las notas finales de Iron Maiden hasta que Adrian Smith comenzó su magistral interpretación de Moonchild (1988) en la guitarra sintetizada, fue insoportable. El patrón melódico (riff) hecho por Smith, recalcado por los acordes precisos de Murray y Gers, expiró al entrar en uno de los versos más divertidamente satánicos que jamás haya escuchado:

“I am he, the bornless one,
The fallen angel watching you.
Babylon’s the scarlet whore.
I’ll infiltrate your gratitude.
Don’t you dare to save your son.
Kill him now and save the young ones.
Be the mother of a birth strangled babe.
Be the devil’s own, Lucifer’s my name.”

El concierto fue interrumpido brevemente por los fanáticos puertorriqueños en conspiración con Bruce Dickinson para cantar feliz cumpleaños a un bien perspirado Steve Harris, quien sumaba 52 años ese mismo día. Harris saludó y se notó sorprendido. Al parecer, nunca había escuchado a más de quince mil personas entonar happy birthday al mismo tiempo. Una vez terminada la corta celebración, comenzó inmediatamente su ataque del bajo en el solo que introduce a The Clairvoyant (1988). La melodía de las guitarras era clara y dulce, flotando sobre el derroche de notas del bajo eléctrico. En el verso, un arpegio suave de Re Menor iba de mano con la vocal. Harris y McBrain mantuvieron el ritmo veloz y preciso, mientras las guitarras adornaban y rellenaban con escasas notas alargadas. En el coro, las luces se hincharon y los fanáticos se veían brincar al ritmo de la canción entre destellos de luz y oscuridad:

“There’s a time to live and a time to die,
When it’s time to meet the maker.
There’s a time to live, but isn’t it strange,
that as soon as you’re born, you’re dying.”

          El sombrío campanazo anunció el final del concierto con la canción que mejor representa la música de Iron Maiden, tal vez su canción más importante. Dickinson asumió la posición que siempre asume: sentado, cabizbajo como la estatua de Rodin. La campana de McBrain seguía marcando el paso del tiempo, cómplice de las guitarras en cuenta regresiva, presagiando la muerte. Dickinson comenzó la contemplación, acompañado de otras miles de voces unísonas:

“I’m waiting in my cold cell,
When the bell begins to chime.
Reflecting on my past life,
And it doesn’t have much time.

‘Cause at five o’clock they take me
To the gallows’s pole.
The sands of time, for me
Are running low…”

Hallowed Be Thy Name (1982) es una obra de arte. Eruditos del rock pesado han llegado a afirmar que es la mejor canción del género de todos los tiempos. Desde su comienzo lento y tenebroso, con las guitarras practicando armonias en Mi Menor, 


hasta su final (¿heroico?), la composición sufre varios cambios de ritmo y tono, a la vez que expone diferentes temas melódicos entre verso y verso. La línea melódica principal, que utiliza algo del vocabulario barroco, la cantaron las guitarras:


La lírica es acelerada. En el galopante primer verso el protagonista condenado interroga la existencia de Dios y su papel en la vida del hombre. Los solos de guitarra transcurrieron desatados sobre otro arreglo completamente diferente que, escuchado fuera de contexto, parecería otra canción.  Dickinson hizo un último y magno esfuerzo de su garganta, demostrando tanto, su amplio rango vocal, como su fuerza, al entonar el gemido que expiró el protagonista al morir. Nunca sabremos cual fue su suerte al otro lado de la vida, o si llegó a desechar el escepticismo que de seguro lo llevó a la condena. Lo único que nos dejó el infortunado fue el testamento ambiguo de una exclamación rugida con la soga estrangulando el cuello: “Hallowed be thy name!
Sin lugar a dudas, fue un concierto digno de recordar y tal vez, de grabar en formato digital. No obstante, me hubiese gustado escuchar otras canciones que surgen también de esa época ochentona. ¿Qué pasó con Infinite Dreams (1988), donde Harris explora el existencialismo de la reencarnación y que es quizás mi canción favorita de Iron Maiden? Otros clásicos que pudieron haber interpretado son: The Phantom of the Opera (1979), Wrathchild (1981), Children of the Damned (1982), The Flight of Icarus (1983), To Tame a Land (1983), donde Harris se acomete a la imposible tarea de resumir Dune en unos pocos versos, con o sin permiso de Herbert. Extrañé las inagotables armonías de guitarra en The Loneliness of the Long Distance Runner (1986), el mandato de Filipo el Macedonio en Alexander the Great (1986), el sonido medieval de The Prophecy (1988) y el pre-coro a The Evil That Men Do (1988). Aunque Fear of the Dark fue tocada, ninguna otra canción de ese disco se escuchó, como por ejemplo Wasting Love y su exposición poética de la adicción al sexo, The Apparition, donde Harris retoma el tema de la vida después de la muerte en la voz de un simpático fantasma y Judas Be My Guide, con su melódica armonía vocal. Tampoco se detuvieron en el disco No Prayer for the Dying (1990), publicado antes que Fear of the Dark. Canciones como Tailgunner, Assasin y Mother Russia son excelentes ejemplos de la música de Iron Maiden a finales de los años ochenta.
          Ni hablar entonces del Iron Maiden del siglo XXI. La hermosa Ghost of the Navigator (2001) hubiese maltratado la garganta de los fanáticos aún más, como también el coro de Out of the Silent Planet (2001), que está basada más en la película Forbidden Planet, que en la novela de C.S. Lewis. Del disco Dance of Death (2003), Rainmaker me sirvió de inspiración para un cuento. Me hubiese encantado gritar Montsegur y desangrarme con los Cátares, corroer mis balas con mi llanto en Paschendale y descifrar el enigma de The Face in the Sand. De su disco A Matter of Life and Death (2006) sobresalen These Colours Don’t Run, The Longest Day, que narra el desembarque en Normandía, Brighter than a Thousand Suns, que es la historia de una bomba y The Reincarnation of Benjamin Bregg.
          Más que un espectáculo musical, fue un testimonio claro de la importancia cultural que tiene el Heavy Metal en las generaciones que lo vieron nacer y que coronaron al histórico quinteto (ahora sexteto) como sus monarcas supremos. Somos un grupo exigente de oyentes que escoge lo que escucha. Evidencia clara de ese impacto social, específico de Iron Maiden, la encontré en Chile, tres días antes del concierto, cuando la banda y yo coincidimos en Santiago. En horas de la mañana, cuando caminaba por la cuidad, descubrí que los edificios viejos y estáticos de la antigua metrópolis servían de marco para lo nuevo, para los jóvenes con sus camisetas invariablemente negras y para su música, descrita en el argot urbano: dura como el metal. Me impactó la imagen de familias completas (incluyendo niños y niñas) ataviadas con ropas que proyectaban las violentas encarnaciones de Eddie. Recuerdo haber tenido la sensación de contemplar un fenómeno social y cultural que trasciende a la música que lo germina. Iron Maiden es más que música; el grupo ostenta su propia mitología del siglo XX. Los artistas han dado una profundidad temática a cada composición que tienta a la meditación y a la reflexión particular de cada letra. En adición, Derek Riggs, el silencioso séptimo miembro de la agrupación, ha extendido el lenguaje y las ideas en cada una de las pinturas que adornan los discos. Antes de que me regañe Steve Harris: la música sigue siendo el principio y el fin. Pero también es un motivo para tantear con la historia, el existencialismo, la ciencia ficción y el ocultismo. Por todo lo que inspiran y como diría un irónico Buzz Morrison, gracias a Dios que existe Iron Maiden.


sábado, 12 de noviembre de 2016

Metales Preciosos: La guerra contra todos los puertorriqueños.

Este libro es brutal y sanguinario. Apesta a indignación y a desvergüenza. Suda trepidante por el terror y pánico de más de cien años de persecución despiadada, a veces oculta, pero siempre en nuestra cara. Ruge de rabia tremebunda por la impunidad de los asesinos de cuerpos, por los torturadores, pero más aún, por los que mataron las mentes. Que el gusano de Neruda sea adorado como un gran líder, adornando como un diosecito, altares, estatuas y edificios, es injurioso por demás. Que fuimos, somos y seremos sus cómplices, carece de perdón. Este libro es el vil recuento de cómo nos arrancaron los ojos, nos atiborraron la boca y nos amputaron los puños de protestar. Nos aplastaron el alma. Atrévanse a recordar.


sábado, 5 de noviembre de 2016

Airon Meiden - Parte I



Para el 1989, Wolf Marshall era uno de los ensayistas que más disfrutaba leer y a quien, desde entonces, he tratado de imitar impunemente en muchos de mis escritos. En una de sus columnas regulares titulada Music Appreciation, en la extinta revista Guitar for the Practicing Musician y con motivo del lanzamiento al mercado del disco The Seventh Son of a Seventh Son, el autor comenzaba diciendo:

“There is a mysterious importance to the number seven. Astronomer, mathematician and author of the thirteen volume Almagest, Claudius Ptolemy, credited the moon with governing the cycle of life and death on earth. The moon’s cycle? Seven days. There are seven colors to a prism, seven days to a week, seven internal organs, seven compartments to the human heart, seven musical notes – and now, Iron Maiden’s current release, The Seventh Son of a Seventh Son…” 
 Marshall, W. Music Appreciation. Guitar for the Practicing Musician. January 1989. Vol. 6, No. 3

Más allá de la misteriosa hipérbole y eludiendo cuestionar la exactitud de algunos de los postulados, Marshall muy bien evoca en su introducción el impacto que tuvo el fenómeno de Iron Maiden en la evolución de la música pesada en los años ochenta. Iron Maiden fue pionero en el desarrollo del lenguaje euro-metálico que sirvió de base para la expansión del género y que llegó a su pico de popularidad (no de desarrollo) a final de esa década. Primero, elevaron los requisitos técnicos para un músico en una banda. Ya no era suficiente verse enojado y abusar del alcohol y las drogas; había que poseer conocimiento y destreza por encima del promedio para atacar los desenfrenados ritmos y las complejas melodías. Aunque todos sus integrantes son considerados virtuosos y en el caso de Harris y Dickinson, tal vez lo mejor de lo mejor, el verdadero resplandor lo logran actuando en conjunto. Es sobre la tarima donde la doncella de hierro se forja como un instrumento atronador, preciso, que guía al espectador por los paisajes góticos de su música.
Gran parte de esa magia se conjura en la profundidad lírica que los distanció de muchos de sus contemporáneos. Desde Metallica hasta Lady Gaga, el rock literario y galopante de la banda ha sido la inspiración de millones de fanáticos a través de las décadas. Pero, su legado es aún más polifacético. Iron Maiden también revolucionó el desarrollo del montaje escénico incorporando elementos, decoraciones y tecnología con una continuidad temática y estética, más apta para la opera o en Broadway. El arte de sus caratulas se ha vuelto inmortal. Eddie es una efigie icónica que marca el paso violento y cruel de la historia humana en cicatrices sobre su cuerpo. El monstruo de Riggs sigue engendrando espectros en la forma de tirillas cómicas, video juegos y hasta murales de causas políticas.
En lo personal, fueron un pozo sin fin de signos, ideas, hechos y melodías a descifrar: misterios que rogaban ser investigados. Durante la adolescencia, agoté los laberintos y los viejos anaqueles de la librería Thekes (antes no había internet) en la búsqueda de significados y respuestas. Sus letras despertaron en mí una curiosidad voraz. Mi mente soñaba un universo tan amplio que envolviera a dioses y demonios, donde la muerte no era el fin y a traves de las ciencias ocultas seria capaz de conocer el futuro y el pasado. Fue así que descubrí a la mandrágora y al Muad’Dib, el ratón de Herbert. Mucho del conocimiento al que estuve expuesto en esa época, precursor a inquietudes que nacieron luego, tiene su raíz en algún verso, en un pedacito de caratula o en un solo de guitarra eléctrica. Ésta, tal vez, es la verdadera relevancia de la banda.
A través de los años he tenido la oportunidad de presenciar cuatro conciertos de Iron Maiden, uno en Detroit y los demás en Puerto Rico. Estuve cerca de verlos en mi penúltimo día en Chile, el 9 de marzo de 2008, pero se habían agotado las taquillas. Sus visitas a ese país siempre fueron un evento controversial ya que el Opus Dei había prohíbo a la banda hacer presentaciones allí en el 1992. Seis años más tarde volvieron a esquivar a Chile gracias a la huida de Pinochet a Londres, que tensó las relaciones chileno-británicas lo suficiente para que la banda reconsiderara el evento.  El concierto de marzo se realizó en la nostálgica Pista Atlética de Ñuñoa, famosa por la violenta tortura de Víctor Jara en los setenta. Las reseñas del concierto coincidieron en que fue un evento muy especial.
De haber sido posible, hubiera regresado con la banda en Ed Force One, al mando del capitán Bruce Dickinson. Salían directo desde Santiago hasta San Juan, para participar la noche del 12 de marzo en el concierto que iba a darse en el coliseo Jose Miguel Agrelot, mejor conocido como el “Choliseo”. Ese vuelo de ensueño no pudo ser, así que aterricé el mismo día del concierto en una aeronave comercial procedente de Santiago, a través de Miami. Fueron doce horas y media de tardanzas e incomodidades que, como insulto final, cobraron una camisa manchada de salsa de tomate por un turista torpe y desconcentrado. Pero nada, las historias de vuelos son para otro día. Lo importante fue que llegué temprano al coliseo y me encontré con unos amigos (los mismos de siempre) a darnos unas cervezas frías en lo que caía la noche. Lo demás es historia. Fue una velada especial y mágica, llena de gente, nostalgia y de acordes pesados que acompañaron a la banda en su interminable exploración de la historia, la ciencia ficción, la muerte y el esoterismo. A continuación, mi versión de lo que ocurrió esa noche.


   I —

Murieron las luces. El cascaron del abismo se comenzó a fracturar por rayos de luz blanca que, bailando ebrios, dibujaban círculos en el techo. Los halógenos giraban periódicamente y se cruzaban en la búsqueda de algo, al asecho de objetos voladores todavía sin identificar. Unos segundos más tarde se escuchó el zumbido añejo de monoplanos que parecían merodear sobre nuestras cabezas. Por un momento pensé atisbar a un M-109 haciendo acrobacias y travesuras en el techo del coliseo. Entonces una voz madura y áspera, comenzó a hablar con firmeza y se callaron por un instante. De repente, los dieciséis mil fanáticos comenzaron a recitar al unísono, acompañando al viejo en un discurso que he podido repetir de memoria por más de veinte años, aun antes que supiera quién era Churchill y porque hablaba de esa manera. Sus palabras todavía retumban en mis oídos.

“We shall go on to the end. We shall fight in France. We shall fight on the seas and oceans. We shall fight with growing confidence and growing strength in the air. We shall defend our Island, whatever the cost may be. We shall fight on the beaches. We shall fight on the landing grounds. We shall fight in the fields and in the streets. We shall fight in the hills; we shall never surrender…” Winston Churchill, 4 de junio de 1940

El clamor de Churchill me parece tan apropiado para la Britania de rodillas, a punto de ser ultrajada por Hitler, como para otra isla, hoy, la colonia más vieja del mundo. Estas breves líneas extirpadas de un largo discurso de Churchill ante el House of Commons, evocan un sentimiento patriótico y servirían para inspirar a cualquier revolucionario, aun si se hablaron desde la raíz del imperialismo. La importancia del monólogo, que precede a la carta del Atlántico, trasciende a la historia que lo parió.  No obstante, Steve Harris raptó a Churchill para actuar forzadamente como preludio a los violentos ritmos y hermosas melodías de la canción Aces High (1984). Las guitarras comenzaron su juego de staccato parapetadas detrás de las cortinas. Varias otras luces de colores se sumaron a bailar sobre la tarima. Al cabo de los dieciséis compases, ocurrió una explosión blanca, cegadora, que arrancó el telón revelando el gigantesco andamio por donde actuaba la banda. El tema principal de Aces High invadió con la veloz armonía (tercera menor) de las guitarras al ritmo desbocado de Harris y McBrain. Bruce Dickinson comenzó a disparar los versos. Su voz seguía paralela a los acordes de las guitarras en la melodía intensa de Harris, algo así:



La gira de recuerdos de Iron Maiden que pisó a San Juan en marzo del 2008, intentaba reencarnar el clásico doble álbum en vivo de Live After Death, ocurrido en 1985. Para los efectos, se repitieron variaciones de la misma escenografía y de los artefactos egipcios que decoraron el original. El comienzo del histórico concierto siguió el mismo libreto. Después de las ultimas notas de Aces High, Adrian Smith entró de corrido con la introducción a Two Minutes to Midnight (1984), tal y como lo había hecho en el ’85. Este fue uno de los primeros temas de Iron Maiden que pude descifrar en mi guitarra, hace muchos años. La canción alude al tema insensato del fortalecimiento militar. Años después de escucharla por primera vez, me enteré que la madre Dickinson, uno de los autores, le había confesado recientemente que intentó abortarlo desde el vientre. Eso pudiera explicar parcialmente el coro. Mi parte favorita, sin embargo, siempre ha sido el pre-coro, cuando Dickinson muy ciertamente afirma:


“The killer’s breed, are the demon’s seed,
Their glamour, their fortune, the pain.
Go to war again, blood is freedom’s stain,
But don’t you pray for my soul anymore.”


Para Revelations (1983) Bruce Dickinson hurtó la primera estrofa de un himno de G.K Chesterton escrito en 1906. Me parecen estas palabras tan hermosas y sorpresivamente actuales, que no puedo dejar de citar el himno completo. Perdonen la letra gótica; no pude resistir. Cualquier parecido con la realidad diaria debe ser pura clarividencia:

O God of earth and altar,
Bow down and hear our cry,
Our earthly rulers falter,
Our people drift and die;
The walls of gold entomb us,
The swords of scorn divide,
Take not thy thunder from us,
 But take away our pride.

From all that terror teaches,
From lies of tongue and pen,
From all the easy speeches
That comfort cruel men,
From sale and profanation
Of honour and the sword,
From sleep and from damnation,
 Deliver us, good Lord.

Tie in a living tether
The prince and priest and thrall,
Bind all our lives together,
Smite us and save us all;
In ire and exultation
Aflame with faith, and free,
Lift up a living nation,
A single sword to thee.

La canción sufre por al menos cuatro cambios de ritmo. Steve Harris terminó de adornar la introducción con algunos harmónicos del bajo. Los compases a medio tiempo (4/4) dieron paso a la primera estrofa. En vivo, los tiempos y los silencios amplios de esta canción fueron magistralmente interpretados. Una vez Dickinson agotó las primeras letras, la música explotó en el ritmo galopante que muy bien se considera la huella musical de la banda. Los acordes acelerados eventualmente se aquietaron y el tema volvió a cambiar de tono y ritmo (9/8), al fluir lento y melodioso de otra armonía de las guitarras de Dave Murray y Janick Gers, mientras Adrian Smith simulaba una guitarra acústica arpegiando en La Menor. Es aquí, que el barítono se embarcó en una de sus metáforas más ambiciosas, cargado por el sonido casi acústico de la melodía:

“She came to me with a serpent’s kiss,
As they eye of the sun rose on her lips.
Moonlight catches silver tears that I cry.
So we lay in a dark embrace.
And the seed is sown in a holy place,
And I watched and I waited for the dawn.”



 (Continuará)