El sábado dos de febrero me encontré con
los muchachos (todas féminas exceptuando dos varones) del capítulo ponceño de
la sociedad astronómica de Puerto Rico. El sol llanero del sur quemaba el cielo
descendiendo por el azimut desnudo, presagiando una noche literalmente
espectacular. Me presenté como de costumbre, con nombre y apellido, a los
estudiantes que ya estaban allí parapetándose del sol violento de las cuatro y
treinta, bajo la pagoda de la universidad, socorrida por varios pinos y árboles
de mangó. Su profesor y presidente del capítulo no tardó en llegar, manejando
una guagua oficial de la universidad, lista para cargar con los pupilos. Aunque
ya nos habíamos visto brevemente y a oscuras en otras actividades pasadas de la
sociedad y después de intercambiar pocas correspondencias electrónicas, me
presenté nuevamente y charlamos un rato agradable. Inmediatamente, presentí que tomé la decisión
correcta al contactarlo. Es un hombre joven, de años vividos, con un marcado
ceceo español (¿gallego?) y una expresión amable, alegre y honesta. De lo poco
que pudimos hablar, deduje que, aunque su especialidad son las matemáticas,
también deriva igual o mayor placer en enseñar las estrellas. Yo, siendo mucho
mas tímido (casi siempre observo a solas y en silencio), generé un respeto
automático por él y sus estudiantes, y una expectativa de compartir con ellos.
Seguí al “profe” hasta una semi-remota
finca en el valle de Lajas, en donde anclamos los carros como a eso de las seis
de la tarde. Fue una travesía cómoda por la ruta estatal 116 que después se
tornó en una media arriesgada por un caminito de fango sin asfalto, que mi
pequeño compacto japonés supo domar valientemente. Una inmensa (para Puerto
Rico) planicie de barro rojizo y fértil nos rodeo, bordeada en el horizonte por
pequeños mogotes cuyas siluetas animaba el aura de sol muriente. Sentamos
nuestra base de operaciones en el mismo camino, flanqueados por alambres de púas,
arbustillos y enredaderas igual de filosas. La tierra blanda se pegaba a las
suelas de los zapatos y al levantar los pies en cada paso, se salpicaba el aire
de piedrecillas, barro seco y con el aroma inolvidable de la tierra húmeda de
mi país. Una vez respirada la escena, comencé a ensamblar mi equipo. Los
mosquitos del crepúsculo comenzaron a alfilerarme, pero no me detuvieron. Una
de las muchachas gentilmente me ofreció repelente, que normalmente desuso, pero
esta vez quería garantizar que mi mente estuviera toda la noche en el espacio y
no en el cuerpo. Al cabo de cinco o seis
minutos de ensamblaje (nunca toma más de eso) estaba a la espera de que los
últimos rayos de sol se apagaran debajo
del horizonte.
Cuando la noche despertó entera, el
cielo tropical de invierno forzó mi quijada a caer. En muchos años no me había
sentado bajo un cielo tan oscuro. La Vía Láctea era claramente visible
chorreando por el costado de Orión. La Galaxia de Andrómeda (M-31), el Double-Cluster
(NGC-869 y 884), M-37 en Auriga y demás eran percibidos a simple vista. Comencé
disparando mi telescopio a la Gran Nebulosa de Orión (M-42), costumbre maniaca
que tengo desde hace mucho tiempo; desde los días en que descubrí el cielo…
Durante aquellas noches de San Juan, perdí horas sin cuenta tratando de atisbar
la más famosa de las nebulosas. A través de los rústicos binoculares con los
cuales había comenzado a espiar las noches, seguía los mapas estelares de Nacional
Geographic, al pie de la letra, línea por línea, estrella por estrella, hasta
llegar al machete de Orión. Una vez allí, forzaba mi imaginación al extremo de
las paradojas, para convencerla de que ese puntito rojo y anaranjado brillante,
que bailoteaba en el campo de vista, era M-42. Sin lugar a dudas tenía que
serlo pues el mapa lo indicaba, solo mucho más pequeña que en las fotos; bien reducida,
pero al menos el color era el correcto: ocre. Frustrado y agotado por la
discrepancia entre las fotos y la realidad, la abandoné por unos meses mientras
me dedicaba a observar solo a la luna. Un día, en el invierno siguiente, la
curiosidad me picó a buscar nuevamente la dichosa nube. ¡Esa noche morí de vergüenza
al percatarme de que por meses en el verano había pretendido convertir a Antares,
en la Gran Nebulosa de Orión! En mi
defensa (boba) diré que la olímpica confusión de constelaciones se debió a Saturno
(el planeta, no el dios) que en el verano anterior se posaba justo en Escorpión,
disfrazado de Saiph y haciendo parecer a Beta, Delta y Pi Scorpii, como la
faja de Orión y a Antares y compañía como una seudo espada jorobada. La
indignación del cazador debió ser astronómica, ya que fue el escorpión su
asesino, encomendado por Hera para matar su arrogancia. Algunos traumas nunca
se superarán…
Luego de admirar M-42 y de disfrutar sus
profundos tonos azules y verdes y de jugar además con su espacio, reduciéndola
y amplificándola a gusto con mis oculares para intentar palpar sus bordes más
extensos, me transporté hacia el oeste. Otra costumbre mía es atrapar la mayor
cantidad de objetos antes de que los devore el horizonte, bueno en nuestro
caso, las luces infernales y sucias de la próxima cuidad. Es así que arribé a la
galaxia de Andrómeda, luego de extraviarme un poco explorando el lado contrario
de la constelación. M-31, en estos cielos, se lucía. La brillantez de su núcleo
era impresionante y su espiral etérea, hacia el centro, parecía cada vez más
sólida. La primera sorpresa de la noche me la propició ese mismo campo de
visión al sorprender a M-110 (NGC-205) muy visible justo arriba de Andrómeda.
El mismo Messier no pudo detectar la humilde galaxia la vez que catalogó a M-31
y M-32 (otra motita de algodón colgando de Andrómeda) ya que es bastante tenue.
De hecho, éste, el último de los objetos Messier, fue añadido a la lista
doscientos años mas tarde por Glyn Jones del Webb Society, en una edición del
catalogo del 1966. El ver a las tres
hermanas juntas, a dos millones de años luz flotando en mi pupila, pone en
perspectiva el tiempo y el espacio del hombre en la tierra.
Otra hermana gemela de la Vía Láctea, M-33,
descansa en Triangulum. El cincuenta por ciento de las veces que intento
reconocer a este objeto en distintos cielos, fracaso. A pesar de su gran
tamaño, es demasiado tenue (su brillantez dividida por su expansión). En Lajas
fue una victoria. La gigantesca galaxia formaba un claro disco fantasmal,
humeante, en mi ocular de 35mm. Bien es cierto que no ofrece mucho detalle,
pero la victoria estriba en saludarla. Desde M-33 me lancé rápidamente hacia Perseo,
deteniéndome, brevemente en el Double-Cluster (otra manía). The Little Dumbell
(la pequeña pesa) se esconde como a un grado de Phi Persei. M-76 tiene un parecido extraño a The Dumbell
Nebula (M-27) en Vulpecula, por eso el nombre con el diminutivo. Se vió bien sólida a ciento nueve aumentos, ambos globos
claramente separables y como la gran mayoría de estas nebulosas planetarias, de
un matiz blanco-gris, con consistencia de vapor o humo de cigarrillo. Según la
literatura, del extremo oriental de uno de sus globos al extremo occidental del
otro, la luz toma poco más de un año en llegar. Es un detalle con sabor
Htichcockniano, el imaginar a un vecino espiando al otro por la ventana sin
saber que lo que esta viendo pasó hace mas de un año.
Desde Perseo me trasladé a Géminis para
observar la segunda nebulosa planetaria de la noche: NGC-2392. La Nebulosa del
Esquimal es pequeña pero brillante. Dos
veces la sobrevolé con mi dobsoniano, pues la traviesa nube juega al esconder
con la luz, literalmente. Es un efecto que he leído es común a todas las
planetarias, pero en esta siempre ha sido bien real. Si miras a la nebulosa de
frente, o sea, centralizada en el ocular, la vez desvanecerse ante tu ojo.
Desvías la vista un grado infinitesimal, vuelve y aparece juguetona. Es el
guiñar de ojo de una estrella. Cuando por fin la atrapé, logré espiarla mejor
con mis oculares más pequeños, especialmente el Astrola de 9mm. El título que
se ha ganado es literal. Es una tenue estrella de décima magnitud, rodeada de la
nube esférica de gas que excretó, con la textura y la geometría de un abrigo de
piel en el cuello. Encuentro hermosa a la pequeña perla de jade, aunque nos
separen tres mil años.
Lo que sobrevivió a una supernova en el 1054
D.C. es M-1 en Tauro. Siempre intento observarla, mas para juzgar la calidad
del cielo, que por lo que ofrece visualmente. Apenas ha sido visible en los
cielos que he atendido en el pasado. Sin embargo, la noche volvió a
sorprenderme. La Nebulosa del Cangrejo (¿quien se inventa estos nombres?) lucía
más sólida y brillante que nunca. Estaba deliciosamente espesa, y con un
contraste marcado a lo largo de su borde irregular. Con leves esfuerzos pude
discernir (o imaginar, a veces nunca se sabe con certeza) ciertos detalles
fibrosos dentro de la nube. La explosión prima fue vista y documentada en los
anales chinos. La imagen de esa noche quedo grabada en mi memoria, bajo el
cielo negro de Lajas, como estándar por el cual juzgar todas las noches
futuras.
De fracasos y decepciones siempre tengo
algo que contar. La Nebulosa del Búho (M-97) y su vecina inmediata, la galaxia M-108,
no hicieron excepciones. Ambas residen
en una de las esquinas de la cacerola mayor. El búho fue apenas discernible
después de casi veinte minutos de escrutinio intenso. La pequeña galaxia
sencillamente se ausentó esa noche, como en todas las anteriores, hasta donde
puedo recordar. Lo mismo ocurrió con M-109 en la otra esquina de la cacerola.
Ni pista de ambas, después de perseguirlas como detective por el espacio. Extraviado
en un mar de asterismos, agoté los pentágonos, paralelogramos, hasta triángulos
rectángulos y finalmente la vista, en vano para atisbar lo imposiblemente
lejos. Entonces, tomé un bien merecido descanso para comer y ayudar (de
presentado) a los estudiantes. Ellos
estaban sumergidos en sus propias luchas por encontrar a M-81 y a M-82, las
galaxias en La Osa Mayor, que el profesor les había asignado. Secretamente, sin
que él se enterara, les enseñé en el mapa estelar mi truco para encontrarlas
fácilmente: imagina una línea recta entre Gamma y Alpha Ursae Majoris y extiéndela
hacia fuera de la cacerola en la misma proporción.
Durante la noche, varias de las
muchachas se habían quejando progresivamente de frío, cosa que normalmente
significa que ya mismo es hora de partir. El español y yo diferimos de ellas,
pero no pudimos convencerlas. Personalmente, después de andar por Suecia,
Michigan y Chicago en febreros pasados, he formado otra definición de lo que es
frío…La noche para mí culminó pacíficamente explorando el hemisferio sur y
tratando de calcar mejor sus constelaciones. Aproveche esos últimos minutos
para pasear por Columba y Lepus. El gran cúmulo globular (cerrado) M-79 es
verdaderamente impresionante. Es una arenosa bola de estrellas donde cada grano
es un sol antiguo y lejano. Por alguna razón estos cúmulos de estrellas siempre
logran deslumbrarme más que otros objetos y que los planetas. Mas al sur
todavía, NGC-1851 (Caldwell 73) en Columba, no tiene nada que envidiar a los
otros de su especie. En su búsqueda me topé con una galaxia incógnita que luego
descubrí era NGC-1808. Satisfechos mis aires de explorador, acabó la noche con M-104
en Corvus, la Galaxia del Sombrero. Es un objeto siempre majestuoso y lleno de
detalles para el ojo curioso y humilde, ostentando su borde oscuro casi
perpendicular a nosotros. Cuento a la galaxia como a uno de los pocos objetos
con apodos populares que no requieren de la imaginación griega o árabe para entender
la semejanza. Por cierto, imagino que aquellos que me acusan de creer en nada
(yo trato), sentirán alivio al escuchar rumores de que vi extraterrestres en
Lajas.