Había una vez una pobre viuda
llamada Soberana que tenía un solo hijo de nombre Juanito y una vaca
lechera que apodaban Buruquena, por una de sus manchas que parecía
un cangrejo. Después de la muerte de su esposo en la guerra
hispanoamericana, o por lo menos, después de nunca más saber de él,
lo único que tenían para vivir era su casa rústica y la leche que
ordeñaban de la vieja vaca, la que vendían en el mercado todo los
días. Una mañana, esa ubre amaneció seca y a pesar de que
exprimían y apretaban bien duro las tetas, no volvió a escupir una
gota.
–¿Qué haremos Juanito? ¿Qué
haremos? –preguntaba la viuda desconsolada.
–Hay mami, por dios, tranquilízate.
Mañana mismo salgo y busco trabajo.
–Ajá. Sí. Claro. Como si no
hubieses tratado eso antes. La cosa está mala, mijo, y si no es con
pala o padrino, no te van a coger en ningún sitio.–respiró
profundo y luego de una larga meditación, dictó convencida–:
Nada. Tenemos que vender la vaca esa; a ver cuanto nos dan por ella.
Con eso chavos vamos a montar un negocio. ¿Qué se yo? Una tienda de
chucherías o algo.
–Dale. Sí. Vamos a vender
alcapurrias y vinos tintos, o bacalaítos con champaña. Ya tú
verás. El mercado está abierto hoy. Voy ya mismo pa’ allá a
venderla.
Así emprendió Juanito hacia el
mercado, arrastrando la vaca cansada detrás de él. No había andado
mucho en el camino, famoso por las trampas y los pillos, cuando se
topó con un viejo orejudo, quien lo saludó por su primer nombre.
–Buenos días, Juanito.
–¿Buenas? –contestó,
preguntándose de dónde conocía al viejo o como sabía su nombre.
–Oye Juanito. ¿A dónde vas?
–Eh...Voy de camino al mercado a
vender la vaca loca ésta. ¿Por qué?
–Ah, ya veo, ya veo. Sin duda tú
eres el tipo perfecto para venderla. No me conoces, pero yo soy
poeta. ¿Te gustaría escuchar un poema? –dijo el viejo. Juanito
desconfiaba inicialmente de sus intenciones, pero viendo que era un
viejo de hombros encogidos, barrigón y descuidado, no sintió
amenaza alguna.
–¿Ahora? Pero es que tengo prisa.
–Mira. El mercado a penas esta
abierto. Una vaca vieja como esa te va a costar trabajo conseguir un
comprador. Vas a tener que rebajar mucho el precio y sabes dios que
otros compromisos. Te propongo algo. Si escuchas mi poema, yo mismo
te compro la vaca ahora.
–¿Ajá? ¿Pero es muy largo?
–No, no. Escucha esto y me dices lo
que piensas:
Un burro
escalando una montaña,
lentamente,
vibrando bajo el peso de las banastas.
(Sus orejas optimistas
se inclinan hacia la cumbre).
Un albañil
colocando ladrillo sobre ladrillo.
(Su tararear es monótono,
interminable).
Dios,
bregando con las estrellas.
(su silencio es profundo).
escalando una montaña,
lentamente,
vibrando bajo el peso de las banastas.
(Sus orejas optimistas
se inclinan hacia la cumbre).
Un albañil
colocando ladrillo sobre ladrillo.
(Su tararear es monótono,
interminable).
Dios,
bregando con las estrellas.
(su silencio es profundo).
Terminó de recitar el poema dibujando
una débil sonrisa debajo del bigote que cepillaba sus labios. Dos
lunares hambrientos trepaban por el lado izquierdo de su cara.
Juanito entendió nada. Aparentemente el viejo estaba más loco de lo
que aparentaba.
–¿Bueno? ¿Verdad?
–Sí, sí. Muy bueno. ¿Me vas a
comprar la vaca, sí o no?
–Je..je...Claro que sí. Coge, te
doy cinco habichuelas por ella –dijo, extrayendo los granos de su
bolsillo con pelusa y todo.
–¡Ja! ¡Ya tu quisieras! ¡Salte
del medio, viejo borrachón!
–Ah...pero es que tu no sabes que
estas habichuelas son mágicas. –El viejo miraba intensamente desde
sus lóbregos ojos, socavados por tremendas ojeras.– Si las
siembras hoy, mañana crecerán hasta chocar contra el cielo.
–¿En serio? ¿Y qué hay allá
arriba?
–Todas las cosas a las que aspiras:
una vida libre y más rica. Los habitantes del cielo te enseñarán
como es que se vive de verdad. A ellos no les importa que vengas de
acá abajo, de la tierra y el polvo; te darán la oportunidad, igual.
–Juanito trataba de digerir todo eso con la boca abierta.– Mira
–continuó elucubrando el viejo–, si no funcionan como te
digo...je...je siempre puedes volver a buscarme para que te devuelva
la vaca. Es tu elección. ¿Qué crees? –Y Juanito eligió. Entregó
las riendas de Buruquena al poeta ebrio, empuñó fuerte las
habichuelas y salió a recibir su felicidad.
Una vez devuelto a su casa, el pobre
Juanito se quedó sin cena esa noche. Cuando la viuda se enteró que
vendió la vaca por granos de habichuela, lo sacudió a bofetadas y
lo insultó con las peores palabras que jamás había escuchado. En
medio de la tormenta de pescozones, las habichuelas salieron volando
de sus manos, que usaba para escudarse de los golpes. La viuda
atacaba con rabia a la vez que lloraba, desconsolada por la
estulticia de su hijo, por la maldad del viejo jaiba en el camino y
por lo que pesan siempre las cadenas del destino. Juanito pasó
muchas horas de esa noche en vela, también llorando, porque no
entendía el coraje de su madre. Las habichuelas eran mágicas. Si
las hubiesen sembrado, como dijo el viejo poeta, habría llovido
dinero por la mañana. Finalmente, el sueño lo venció y quedó
rendido sobre su colchón en el ático. Desconocía el paradero de
las infames semillas.
Al día siguiente, no despertó con
la claridad usual de la única ventana en el ático. Rayos de sol,
provenientes de otro lugar, jugaban al escondite en su rostro. En
dirección a la ventana solo había una gran mancha. Tardó un poco
en descubrir que el origen de la luz traviesa
estaba encima de su cama. Un inmenso roto en el techo era
parcialmente eclipsado por un tallo verde y pubescente que brotaba
del primer piso de la casa, por el mismo medio de su cuarto y parecía
no tener ápice. Juanito salió corriendo en busca de su mamá, que
de seguro, ya andaba despierta e igual de asombrada. Apenas pudo
bajar por la escalera angosta que llega al ático. El tallo era tan
ancho que parapetaba parcialmente la entrada a los escalones.
Encontró a su mamá lamentando.
–¿Qué vamos a hacer Juanito? ¿Qué
vamos a hacer?
–¿Viste mami? ¡El viejo tenía
razón! ¡El cabrón viejo tenía razón!
–Lo que veo es que nuestra única
casa, la que heredamos de tus abuelos, tiene ahora tremendos rotos en
los pisos y en el techo. Lo que veo es que si llueve se nos van a
mojar las cosas, que subir y bajar escaleras o siquiera entrar a la
cocina, va a ser cada vez más difícil. ¿Por qué nos ocurren estas
cosas? –Aun desconsolada, la viuda del hidalgo miraba hacia el
futuro y veía esperanza, pero había que trabajar.– Anda, vete
busca el hacha para que lo amueles. Yo me encargo del machete. A ver
cuanto tiempo nos va a tomar desarmar el engendro este. ¡Apuesto a
que mide como seiscientas millas de alto!
–Pero mami, esto es lo que
queríamos. Esto fue lo que prometió el viejo borrachón en el
camino. El dijo que allá arriba, donde termina el tallo,
encontraremos riquezas y que están disponibles a cualquiera que vaya
a reclamarlas. No vamos a cortarlo todavía. Déjame intentar
treparlo, a ver a dónde llega. –La
viuda no cesaba de menear la cabeza, más incrédula por la
ignorancia de su hijo, que por la nefasta semilla que germinó en el
medio de su sala. Al parecer, no hacia falta tierra ni surcos para
sembrar los granos, solo requerían una superficie
llana
y dura para echar
raíces.
Juanito se disparó por las
escaleras para treparse en la verga inmensa que ultrajó su casa. Comenzó su ascenso por la
planta velluda y rápido dio cuenta de la dificultad de la tarea. El
tallo era resbaladizo en muchas partes y a veces cogía giros
inesperados. Aun así, él trepó y trepó, arrimado al sueño que le
vendió un poeta tramposo e ignorando la posibilidad de la caída,
hasta que al fin traspasó el vapor de una nube blanca y espesa. Una
vez encima, saltó de inmediato del bejuco que, allá arriba, se
dividía en dos gigantescas hojas romboides. Caminó perdido, por
mucho tiempo, sobre el suelo blanco y frío de aquel país ajeno.
Vagaba solo y sin rumbo. A veces, se topaba con extraños letreros
que no eran de mucha ayuda ya que él no entendía el lenguaje. A
punto de rendirse y retornar con las manos vacías a la planta,
entró, sin querer, en la boca abierta de un amplio camino
pavimentado y limpio que, cómodamente, lo llevó hasta la entrada de
una gigantesca casa. Allí, frente a la puerta encumbrada, encontró
a un hombre de iguales proporciones, que lo miraba fijamente. Juanito
habló primero.
–Buenos días, don. Mire, yo no
vengo a buscar problemas, ni nada. Lo que pasa es que estoy perdido y
tengo mucha hambre. ¿Usted sería tan amable de darme un poco de
almuerzo?
–¿Almuerzo? No hay tal cosa como un
almuerzo gratis. Si quieres almuerzo, tienes que darme algo a cambio.
¿Tienes algo para canjear?
–Eh...pues...creo que no. No tengo
nada ahora mismo.
–¿Cómo llegaste hasta aquí?
–Escalando una mata de habichuelas
mágica.
–Ahh...¿Entonces, sembraste una de
mis semillas en tu casa y seguiste el tallo hasta aquí? Bien. Pues
mira lo que vamos a hacer. –Los ojos azules del gigante rubio
brillaban intensamente en la clara luz del día.– Hay que cuidar de
esa planta y protegerla. Tienes que estar pendiente a los ácaros y
las orugas, que vienen a comerse las hojas. También aparecen moscas
blancas, cuyas larvas son bien destructivas. Si ves alguna, la matas.
Tampoco dejes que hagan ruido; atraen a las demás. Si haces esto, te
daré almuerzo todo los días y también te pagaré con más de mis
habichuelas mágicas, que son riquísimas en un guiso. ¿Qué crees?
A Juanito le pareció una estupenda
idea. No solo mató el hambre que lo torturaba en ese momento, sino
que también cargó con un bolso de habichuelas para que su madre las
cocinara en un guiso por la noche. Quedaron en volverse a encontrar
frente a las hojas gigantes, al día siguiente. Juanito descendió
temerariamente por el tallo hasta llegar nuevamente a su cuarto en el
ático. Su madre lo había esperado ansiosamente todo el día. El
contó todo lo que había pasado y los detalles del trato que hizo
con el gigante, pero ella, que seguía preocupada por la mata
engordando dentro de su casa, no se vio tan entusiasmada. Al otro día
por la mañana, Juanito emprendió la difícil y arriesgada tarea de
volver a escalar la mata hacia el cielo. Un vez arriba, encontró al
gigante, que misteriosamente, sin hablar y sin saludarlo, comenzó a
bajar por el mismo tallo que él acababa de trepar.
Así pasaron los días, que después
se volvieron semanas, meses y años. Juanito subía a cuidar de la
planta y bajaba por las tardes con una bolsa de habichuelas. El
gigante y él se encontraban a veces, siguiendo trayectorias
contrarias: por las mañanas descendía, mientras Juanito escalaba, y
por las tardes, al inverso, el gigante subía cargando bolsas
colmadas de cosas que Juanito no podía descifrar. En la vieja casa,
con el paso del tiempo, el tallo adquirió tal proporción que apenas
había espacio para caminar. Algunos de los cuartos quedaron
permanentemente clausurados por el estorbo de la gigantesca osamenta.
Por el tallo, que prácticamente había demolido lo que quedaba del
techo, bajaba un torrente de agua cada vez que llovía, por mas
ligera que fuera la llovizna. El huerto quedó desatendido, desde que
había que escurrirse para llegar a la puerta del patio y desde que
en la cocina, todas las noches, invadía el aroma irresistible del
guiso de habichuelas.
–Juanito. Tenemos que cortar esta
mata. Hay que arrancarla de aquí, mijo. La casa está destruida;
irreparable. ¡Coño!¿Tú no vez que nos está asfixiando?
–¡Ay mami! ¿Vas a seguir con la
misma cantaleta? –gritó Juanito, hastiado de la súplica diaria de
su madre–. Yo se que se puso bien grande y que hay unos cuartos que
ya no sirven, y todo eso, pero ¿qué
importa?, si estamos comiendo y siempre regreso con más habichuelas
en los bolsillos. ¿Qué sería de nosotros sin esta mata, sin
habichuelas para guisar? ¿Ah? ¿Qué comeríamos? ¿Te has
preguntado eso? No mami. Ahora no es el momento para cortarla.
Tiempo después, Juanito dejó de
escuchar el reclamo de su madre. Tal vez fue que la vieja se cansó
de ser ignorada, o tal vez, quedó sepultada en uno de los cuartos.
Juanito, nuca supo la verdad y tampoco la procuró. Un día, a punto
de regresar a los escombros de su casa, vio al gigante que regresaba
de la tierra de abajo cargando sus sacos llenos de cosas. Juanito
notó que una de las bolsas tenía una pequeña raja
por donde, poco a poco, algunos motetes se caían. Juanito corrió
detrás del gigante y fue recogiendo los artefactos para
devolvérselos.
–Oiga. Gigante. Se le cayeron unas
cosas de la bolsa. –llamó Juanito recogiendo lo que parecía ser
un arpa dorado y una gallina mansa y otras cosas que brillaban como
el oro.
–¡Ja! ¡Muchas gracias! Nunca me
iba a dar cuenta.
–Si no le molesta...¿Qué son todas
estas cosas? ¿De dónde las saca?
–¿Esto? Son cosas que encuentro
allá abajo. Mira esta por ejemplo. Esta gallina cuando pone huevos,
los pone de oro. Y pone muchos también.
–Que suerte que yo la encontré
antes de que se pierda. ¡Debe valer mucho!
–Nah...tengo un montón más como
esa. –dijo el gigante sin mayor pena.
–¿Y qué hace con todos esos
huevos?
–Nada. Los guardo. Me gusta el
resplandor del oro.
–¿Hay más cosas como esas allá
abajo?¿Dónde?
–Habían muchas, pero ya se están
agotando. –contestó el gigante a la vez que giraba para marcharse.
Al otro día, Juanito despertó
aplastado entre el inmenso tallo y la última pared que quedaba de
pie en la casa. No encontraba manera de escapar; a penas se podía
mover. Respirar era cada vez más difícil. Justo antes de que la
mata le exprimiera la última gota de vida, comenzó a temblar la
tierra. El gigantesco tallo se sacudía y vibraba, y con cada
espasmo, golpeaba a Juanito contra la pared. Poco a poco, la
estructura entera comenzó a ceder y a elevarse. Juanito podía
escuchar las raíces salir explotadas desde el piso de abajo.
Desesperado y sin saber quien lo rescataba, comenzó a gritar.
–¡La mata no! ¡La mata no! ¡Tumben
la pared, que me quedo sin mis habichuelas!
Nadie le haría caso. El gigante,
desde bien arriba, arrancaba el tallo de raíz.
[NOTA: En mi búsqueda por la metáfora perfecta de Puerto Rico (¿hoy?), redescubrí esta joya de la infancia cuyo origen, según
ResponderBorrarestudios recientes, se remonta, probablemente, a la era del bronce. Jack and the Beanstalk, irónicamente, es la semilla de muchas alegorías. Jack (o Juanito) es demasiado como nosotros. El gigante es demasiado como ellos. Muchas otras semejanzas en el relato gritan para ser rescatadas, y así traté de hacer. Me tomé la libertad de desviarme un poco de la versión
Jacobs, para sugerir que, con toda probabilidad, el gigante fue quien cortó la mata. ¿Por qué? Bueno...ellos nunca dan razones. El poema se lo debo a otro autor, poco conocido y frustrado, que gustaba mucho de beber whisky norteamericano.]
Muy buena alegoría, si es que interpreto correctamente, de las multinacionales o el imperialismo agotando los recursos y riquezas del tercer mundo a la vez que conformando a los pueblos con trabajos precarios y salarios de miseria.
ResponderBorrar