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lunes, 28 de agosto de 2017

El Rapto (08/2017)




Anoche soñé contigo. No recuerdo los detalles,
solo sé que nos convertíamos continuamente
el uno en el otro, yo era tú, tú eras yo.”
F. Kafka

"To my mathematical brain,
the numbers alone make thinking
about aliens perfectly rational."
S. Hawking


Despertó envuelto de una obscuridad absoluta y seguro de estar paralizado. Había estado soñando que era artista y que sufría de hambre y sed insoportables. En el sueño, respiraba con dificultad, tendido en la silla de un balcón diminuto. Se alimentaba del resplandor verde de los bosques en la distancia. R
ayos tibios de sol anestesiaban su laringe, hasta que un eclipse comenzó a opacar el cielo. Se quedó sin aliento. El aire parecía huir con la luz. Justo antes de la asfixia, abrió la boca hasta hacer un ángulo imposible con su quijada, pero en vez de aspirar, dejó escapar, por fin, al gigantesco escarabajo atrapado en su garganta. De ese sueño brincó a otro más aterrador. Flotaba calmado, sin hacer ondas sobre la superficie tersa de un lago, hasta que sintió un halón. Un enorme remolino crecía y se lo tragaba. El agua, acelerada, daba vueltas, enroscando un anillo de espuma alrededor del agujero negro. Su cuerpo, indefenso, entraba por el ojo a una tormenta. Se precipitaba por el eje de un túnel sin rozar las paredes, o las paredes del túnel rebasaban su cuerpo detenido. Daba igual. No veía luz al final. Parecía no tener fondo o salida. No habían ladrillos ni peldaños ni marcas de ningun tipo para contar la distancia hacia el infinito. De repente, la misma fuerza misteriosa y obstinada que lo había arrebatado, lo detuvo en la presente circunstancia.

      Juraba tener los ojos bien abiertos, pero ni el más insignificante destello captaban sus retinas. Las tinieblas creaban un vacío perfecto. Desconocía las reglas de ese juego. Arriba era gemelo de abajo. Cerca era igual a un millón de años luz. Podía estar encerrado en una almeja, como también suelto en el centro de un universo añejo y moribundo, donde toda luz fue hace mucho tiempo extinta. Estaba solo con sus pensamientos, libre de toda distracción física. Se enfrentaba aterrorizado a su imaginación. La primera de esas ideas que ganó la batalla, era absurda y espantosa: había extraviado su cuerpo. Ignoraba la posición de sus miembros. Lo que pensaba era el pie izquierdo podía ser el derecho, un codo o una rótula. No tenía donde anclar su consciencia. Temía diluirse en la inmensidad negra. Luchó por no desintegrarse. Desde la ceguera absoluta, buscaba las señales tenues de otros sentidos. Fue así que, poco a poco, el contorno de un cuerpo comenzó dibujarse. Ciertas incomodidades se manifestaban: cosquillas suaves donde recordaba la nariz, picores, también inalcanzables, recorriendo lo que, dedujo, era su espalda. A veces, una corriente extraña erizaba la piel de lo que debía ser la nuca. Comenzó a compilar y clasificar cada una de esas sensaciones remotas y efímeras, como si fueran las piezas de un rompecabezas: pedacitos de lo que fue su cuerpo, para armar.

      Esto no era otro sueño; había llegado a esa conclusión. Los sueños desdeñan los detalles. Omiten las sutiles molestias de existir. Por ejemplo: olvidan el hormigueo en las manos entumecidas que despiertan paulatinamente. Las suyas se sentían, al igual que los pies, como dos yunques. La parálisis estaba cediendo. La cosquilla era insoportable. Con esfuerzo, logró abrir lentamente uno de sus puños. Luego, pudo mover un brazo y, más tarde, estirar una pierna. Comenzó a tantear el espacio con sus extremidades. Pateando y golpeando a la oscuridad, con puños y patadas invisibles, pretendía tropezar con algo que revelara pistas de su entorno. Algunas cosas ya las daba por hechos: no dormía sobre su lecho y ni siquiera estaba en su alcoba a oscuras. Sus pies no alcanzaban el piso, pero tampoco sentía un mueble debajo de su espalda o glúteos. Era como levitar: la continua sensación de estar en el punto más alto de un columpio, justo antes de que cambie de dirección. Siguió arrojando sus extremidades al vacío. En una de esas sacudidas, más o menos coordinada, su pie, al fin, tropezó con una barrera invisible.

       Al principio, extendía y retiraba la mano instintivamente, con fobia a la extraña sensación de lo que tocaba. Después, comenzó a explorarla con mas convicción. La había confirmado a todo su alrededor. Tuvo la impresión de que era tibia. La sentía lisa excepto por periódicos frunces, que sus dedos detectaban al recorrerla. Al contacto, parecía más orgánica, que de metal o plástico. La presionó en varios sitios, primero con uno o dos dedos. Sintió que estiraba un poco, pero luego se retractaba. Conectó un primer golpe tímido, inseguro de lo que pasaría si la atravesaba. No sucedió. Continuó impactando la barrera con más golpes, incrementando en fuerza. Era inútil. No lograba quebrar la envoltura, pero tampoco estaba completamente seguro de querer romperla. No sabía lo que iba a encontrar al otro lado. Podía estar en el fondo del mar o en el vacío de una órbita alrededor de un planeta. Estaba seguro de que había sido secuestrado, pero desconocía quién o quiénes eran sus captores y, peor aún, sus motivos.

      Quiso dejar de pensar en esa cosas; solo le causaba ansiedad. Con los brazos más lúcidos, se dedicó entonces a explorar su cuerpo. Pudo confirmar que, en efecto, estaba desnudo. Tocó la punta de su nariz y llegó a apretar el meñique de uno de sus pies. También aseguró la presencia de sus genitales. Sentía la piel embalsamada, aceitosa. Notó de inmediato, que todo su cuerpo había sido depilado, excepto el cráneo. Descubrió algo aterrador en su abdomen. De  allí, brotaba una manga larga y flexible que, al parecer, conectaba directo a la membrana que lo envolvía. Entre brazadas y patadas, asustado e invadido, se enredó varias veces con ella. Trató futilmente de arrancarla. Era plana y resbaladiza por fuera; difícil de agarrar. Donde se unía a la envoltura, se desparramaba en finitas raíces alrededor del tronco principal. Desistió de la tarea. El miedo se transformó en indignación y luego en coraje. Comenzaba a tramar un plan de escape cuando cayó en cuenta que las paredes de su prisión hermética se encogían.

       El espacio que ocupaba se hacía cada vez más pequeño. Sentía nausea y mareo, como resultado de impulsos cortos que, con mayor regularidad, lo estrellaban contra la barrera. Su mundo temblaba con mayor frecuencia, aturdiéndolo. Por primera vez, escuchó ruidos afuera. Algunos eran como truenos en la distancia, otros, como golpes en la puerta. A través de la membrana encogida, comenzó a experimentar punzadas y toques de objetos duros que lo empujaban y lo apretaban. En varias ocasiones percibió extrañas vibraciónes que lo traspasaban. Al finalizar uno de tales eventos, particularmente largo, tuvo la premonición de que había algo cerca de su cara. Todavía a ciegas y con el miedo reinstalado, alzó una mano para salir de dudas. Descubrió un objeto largo y puntiagudo cerca de su oreja izquierda. Era frío y definitivamente metálico. No pudo adivinar que función servía. Tampoco supo en que momento se retiró de su espacio. Un cansancio demoledor lo adormecía.

        Soñaba que nadaba en un mar de letras. Buscaba pescar una palabra con sus manos. Cuando por fin la atrapó, se deshizo en una escuela de peces coloridos que fueron a formar otra palabra. Un temblor, más severo, lo sacudió del trance. La membrana estaba ya tan reducida que apenas podía moverse. Su cuerpo estaba siendo aplastado, sus rodillas presionaban fuerte contra el esternón. El espacio para maniobrar se había agotado. El ruido se había amplificado afuera. De repente, un zumbido agudo reventó sus oídos. Su corazón palpitaba desenfrenado. Una tenue luz, sin foco, se colaba en su cárcel, a la vez que su respiración comenzaba a fallar. Hacia buches, pero ya no encontraba el oxígeno. Una enorme fuerza lo empujaba. Un aparato metálico le exprimía la cabeza y lo arrancaba fuera de la membrana. La luz se tornó blanca y segadora. Sintió un frío inconsolable. Lo sujetaban por la piernas, desnudo en el aire helado. Le cortaron la manga del vientre. Lo cargaron con desdén hasta una mesa. Allí le insertaron más instrumentos por la nariz, la boca y el ano. Varias veces lo voltearon. Luego lo llevaron a otra superficie mucho más cálida y placentera. Allí logró respirar nuevamente. Parecía que lo peor había pasado, pero nunca recordará el terror que experimentó cuando escuchó aquellas palabras insólitas.


¡Felicidades mamá! ¡Es un varoncito!