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El Heavy Metal nuestro de cada día:

El Heavy Metal nuestro de cada día: Endless Forms Most Beatiful
En la voz tranquila y profunda de Richard Dawkins comienza el octavo disco de la banda finlandesa Nightwish, Endless Forms Most Beautiful (2015). En el preludio; la calma antes de una explosión; el famoso biólogo reflexiona...

martes, 13 de febrero de 2018

El Heavy Metal nuestro de cada día: Yngwie Malmsteen

Desde Estocolmo llegó el joven rey vikingo. Tenía el pelo largo y le hacía el amor a su guitarra, como Jimmy Hendrix. Cargaba en su estuche partituras de Bach y Vivaldi. Seguía el camino hecho por Ritchie Blackmore, Uli Jon Roth y Randy Rhoads. La vieja música venía a rescatar al rock pesado de su estupor pentatónico, de su monotonía. Yngwie era su avatar y la guitarra un hacha que amolaba con lima, causando ondas en su diapasón. El festoneado le permitía pisar más suave y más rápido las notas. Con su destreza elevó el arte eléctrico a la estratosfera de la dificultad. Ejércitos de escalas heredamos los que comenzamos, por aquel entonces, a crecer cayos en los dedos. Por mi parte, aunque practique durante mil años, mis dedos jamás serán tan ágiles bailando entre los trastes de una guitarra. Mi pajuela nunca será tan precisa y articulada como la suya, cuando ataca sin piedad las cuerdas. Ni hablar de mi presencia aterrorizada en el escenario. Yngwie siempre es la estrella; nació para el espectáculo y es fiel en estilo y actitud a la época antigua que lo inspira. La música, como todo arte, es cíclica. Bien lo dijo Wolf Marshall: si el solista parece hacer cosas imposibles, si parece que estrangula al instrumento y de su cara salen muecas diábolicas, de seguro estarás viendo a Yngwie Malmsteen. Pero, mira de nuevo y escucha bien, Niccolo Paganini puede estar también en la tarima.



jueves, 8 de febrero de 2018

La trampa (02/2018)



“Before, he was unable to make a choice because he didn't know what would happen. Now that he knows what will happen, he is unable to make a choice.” El viejo Nemo, Mr. Nobody

     Hace unos días le tendí una trampa. Verás, me asecha una criatura. No puedo describirla. Nunca la he visto, no, solo sus ojos pardos cuando flotan en la oscuridad. El resto de su cuerpo es invisible. Por las noches rodea mi cama mientras pretendo que duermo. Hace temblar el colchón y eleva la temperatura del cuarto hasta que sudo sin control. También ataca de día, cuando hay nadie a mi alrededor, en el carro camino al trabajo o desde la pantalla de mi computadora. Donde me encuentre, sujeta mis pies y manos. Me tapa la boca. No me deja dar un paso. Siento que me observa cuando estoy inmóvil. Se alimenta de mi parálisis. Luego comienza a inyectar imágenes, como películas para joder la mente. Son cosas que no han pasado todavía, cosas terribles que finalmente pueden suceder. Otras veces, me hace recordar eventos que aborrezco. Me golpea si resisto sus proyecciones, si trato de pensar en otra cosa. Justo antes que la tortura me mate, desaparece como vino, pero siempre regresa para hacer su daño. Las veces que he logrado zafarme, me encuentra después y me puya en el pecho con su aguijón invisible y escapa satisfecha. Deja una gran roncha picante supurando en mi piel. Su veneno asfixia y causa un dolor intenso, como el desamor o la vergüenza. 
     Me creía capaz de atraparla. Mi estrategia era simple: ella entraría, como siempre, sigilosa y sin invitación, buscándome, pero esta vez encontraría una distracción. La esperaría en casa, de noche, cuando más disfruta visitar. Colocaría una carnada en el pasillo, justo antes de la puerta, algo que captara su atención, aunque sea por unos segundos. En ese corto instante, le explotaría la cabeza con mi Glock 9mm desde mi escondite en la sombra. Me ocultaría cerca, no más de cinco o seis yardas. Apuntaría justo abajo del resplandor de sus ojos. Halaría el gatillo sin titubear. Intuía que era la única de su especie. No vendrían otras a vengarse.
     El primer intento fue un fracaso. Ignoró la carnada que coloqué y fue directo a atormentarme. Volví a intentarlo días después, obteniendo el mismo resultado. El problema, pensé entonces, era la carnada. Posteriormente traté otras: una camisa sudada, un mechón de pelo y hasta un vaso de orina. Ninguna funcionó. La criatura esquivaba cada trampa y cuando me encontraba, se lanzaba sobre mí para asfixiarme. Con cada intento y cada fracaso, crecían en violencia sus ataques. Me paralizaba cada vez que eyaculaba sus imágenes dentro de mi cabeza. Cedía mi cuerpo a su control. A veces lo usaba para lastimarme. No actuaba yo, era ella. Temía hacer daño a mis vecinos y a la gente que quería. Dudaba de mí. A la misma vez, sentía terror de que alguien diera cuenta de mi pobre estado. Nadie iba a creer mi historia. Me hubiesen acusado de desquicio.  Dejé de dormir. Apenas comía y me alimentaba solo de licor. Poco a poco, me volví un fiambre. En las noches, cuando la luna rehusaba entrar a mi cuarto, mi cuerpo débil y flaco tiritaba en el suelo, en la sombra, incapaz de vivir, esperando la próxima visita.
     Es por eso que decidí intentarlo una vez más. El problema de la carnada se resolvió por sí solo. Sucedió aquella noche, mientras me embriagaba (como todos los días) en la barrita frente a la oficina. Eran como las dos de la madrugada. Balanceaba columnas de vasos sobre la barra. Estaba mojada, salpicada de gajos de limón y servilletas ensopadas. El estupor me dio la solución: identificó a la víctima. Lo conocía personalmente, de mi niñez, aunque por años no tuvimos mucho contacto. Una vez fue alguien destacado en su campo. Estaba tan ebrio que apenas pudo aterrizar de su banqueta. Imaginé el desastre que pintó en el baño. Lo esperé afuera con las llaves de su Mercedes-Benz (se le cayeron del bolsillo cuando fue a orinar), y lo convencí de que estaba demasiado borracho para guiar. Camino a casa se rindió a una profunda sinfonía de ronquidos, eructos y frases incompletas.
     En casa, lo arrojé sobre mi butaca favorita. Respiraba profundo por la boca abierta. Me escondí detrás, debajo de la mesa del comedor, apuntando con mi pistola por entre las patas de las sillas. Antes, había cerrado todas las ventanas. La criatura prefería la oscuridad. No tardó llegar. Escuché sus pasos ligeros por el pasillo entre los cuartos. El reflejo de sus ojos alumbraba débilmente la mobiliaria. Se detuvo en la butaca, como había anticipado. Orbitaba lentamente en torno al mueble. De repente, antes de que pudiera apuntar bien el arma, comenzó a despedazar el cuerpo inerte. Pellejos salían volando. Llovía cuero y sangre sobre la alfombra. Él luchaba como podía. Arrojaba puños y patadas a la oscuridad. Me dio mucha pena, pero sabía que ese era mi momento; tenía que actuar. Marqué el blanco y casé mi dedo en el gatillo, pero justo antes de que pudiera halar, sus ojos me enfocaron. Mi cuerpo se congeló. Es mínima la distancia que esa palanquita tiene que viajar para explotar la bala, pero mi dedo estaba paralizado. Continuaba la carnicería y la lucha y yo era el público cautivo. No soporté más. Con todas las fuerzas de vida que alguna vez tuve, con toda la voluntad que jamás haya logrado invocar, contraje el dedo índice lo suficiente para desatar la bala. Di en el blanco. Ella hizo su trabajo mortal.
     Han pasado varias horas de aquel evento. Mi sala sigue ensangrentada. Siento mucho que hayas pasado por eso. De jóvenes, siempre fuiste el guerrero, el sobreviviente. Yo te seguía. Ahora no sé si fue la decisión correcta. Te confieso que, de haber tenido el valor, hubiese hecho las cosas diferentes. Siento a la criatura a mi lado mientras escribo estas palabras, respirando su aliento ácido sobre mi nuca. Mis vellos se enroscan; mis poros sudan. Siempre va a estar ahí y nunca será domada. Lo siento mucho. Perdóname por haberte matado.