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El Heavy Metal nuestro de cada día:

El Heavy Metal nuestro de cada día: Endless Forms Most Beatiful
En la voz tranquila y profunda de Richard Dawkins comienza el octavo disco de la banda finlandesa Nightwish, Endless Forms Most Beautiful (2015). En el preludio; la calma antes de una explosión; el famoso biólogo reflexiona...

domingo, 29 de mayo de 2016

Magallanes, entre nubes y gigantes (2008)



 
https://inefekt.tumblr.com/post/181765173357/carina-magellanic-clouds-island-point-western
         El eminente astrónomo persa, Al Sufi, la llamó Al Bakr, el gran toro blanco, al descubrirla camino al sur proveniente de Isfahan. La gran mancha austral colgaba de la Vía Láctea en los cielos antiguos de Bab Al Mandeb: el Umbral de las Lágrimas. Siglos después, para el 1525, un muy afortunado Antonio Pigafetta, regresado a Vicenza, la bautizó a ella y a su hermana con el apellido de su capitán, fallecido en la batalla de Mactan.  Todavía más siglos en el futuro, para el 1972, Cleary y Murray, exploradores igualmente incisivos, descubrieron el siniestro rastro de un crimen galáctico, del cual fueron víctima ambas, 
la grande y la pequeña. Curiosamente, ese mismo año, nació un joven que, década y media más tarde, tendría la obsesión de conocerlas personalmente. Veinte años encima de los anteriores y la introducción se logró allá, en la tierra que recuerda a Darwin, que no olvida la sangre de los Mapuches, y la mucha otra que derramó Don Augusto José Ramón y sus secuaces.  La breve reunión ocurrió solo con la mayor y entre interrupciones molestas de las nubes. La pequeña, me la ocultaron los gigantes.
          Desperté soñando con ellas a las cinco y tanto de la mañana, imposiblemente acurrucado en una silla de la clase económica del Boeing 767. Dormir en esos vuelos suele ser una tarea agotadora. Por instinto abrí la ventanilla. Pensé que las sorprendería de madrugada, suspendidas en el cielo claro de la estratosfera, mientras el avión bordeaba la costa occidental sur americana. Se me ocurrió que tal vez interceptaría su luz antigua a treinta y cinco mil pies de altura. Tan solo una fracción microscópica de su viaje milenario. Tuve una suerte extraña.  El gigantesco domo de tul reveló nada, excepto el premio consolador de la Luna en conjunción con Mercurio y Venus, y conmigo, flotando sobre el espacio frío de los Andes.
          Horas más tarde, después de agotar los metros, los autobuses y los colectivos, caminaba hacia la entrada rústica del hostal en la buena compañia de mi guía turistica, exiliada en Chile. Era una casona anciana de tejas y mampostería y con aura de principios de siglo. El vestíbulo martilló el último clavo de esa impresión antigua.  La dueña nos recibió amena y tranquila, como son por estos lados. Sus hijos (¿o nietos?) mayormente nos ignoraron, mesmerizados en las estrategias intensas de Warcraft II, tal y como se las simulaba una, igualmente antigua, Pentium IV. Nos mudamos rechinando por las escaleras estrechas de parqué, tratando de evitar el ruido,  pero, sin huéspedes a quien molestar.  Una vez salvaguardados los motetes, eché afuera las puertas francesas del pequeño balcón, y comencé por fin, a respirar la escena. Manzanos y quinces a vuelta redonda amurallaban la galería. Una enredada flor exótica invadía y colgaba en cascada del balaustre. El perímetro de la propiedad era sombreado por enormes álamos que perseguían la calle angosta hasta sus horizontes, y más a lo lejos, sentí la sensación de una tormenta. El viento templado y ruidoso de los Andes soplaba con dificultad por entre las espesas nubes de hojas, semillas y frutas. Tal vez fue el efecto de caleidoscopio del sol traspasando las hojas verdes. O quizás el olor a campo chileno del Cajón del Maipo o hasta las más de veinticuatro horas ininterrumpidas de esta aventura curiosa. Pero, faltaban solo cinco horas para el crepúsculo y recurrí entonces a la más primitiva máquina del tiempo: me eché a dormir.


Al despertar, insistí en reconocer el área. Caminamos hacia el patio trasero donde nos recibieron sendos labradores blancos, hermana y hermano, con sus juguetonas colas bailando. Entre el hostal y la residencia de la dueña en la parte postrera, discurría un pasillo en tierra, bordeado también por manzanas y membrillos verdes, alzado en varios escalones hacia la casita. A mitad de camino, unas cuantas vigas de madera servían de soporte para enredaderas de uvas tintas que colgaban sin más preocupaciones. Aquí y allá, despuntaban de la tierra unas gigantescas rosas, con pétalos abiertos a lo girasol y cada una orgullosa de su color único y especial. El lugar alardeaba a paraíso, modesto y humilde. De regreso, camino al portón para salir del hostal en busca urgente de comida, arranqué, despreocupado, unas cuantas uvas dulces que murieron en mi paladar.
La noche arribó como a las ocho y media, anunciada por las enormes sombras de las montañas. En chileno, cajón significa cañón y, acorralado entre aquellas murallas de piedra, la palabra no pudo sonar más literal. Corriendo contra la oscuridad, comenzamos a preparar el escenario para las estrellas. Mi pequeña linterna nos guió por el patio trasero, dibujando círculos rojos sobre el camino. Sin ella, apenas podía reconocer mis palmas en aquella oscuridad tan espesa. Al diminuto Orion StarMax 90mm lo cargue en una mano hasta la terraza oscura. Entre dos, movimos un tronco que servía de mesa hacia un pequeño espacio polvoriento, que precedía las uvas. Raptamos varias sillas del comedor y nos sentamos a esperar que nuestros ojos dilataran sus pupilas.
Nuestro observatorio improvisado tenía serias limitaciones. Para empezar, la contaminación de la súper metrópolis (Santiago), hacia imposible ver una sola estrella por debajo de los treinta grados en el oeste. Encima de nosotros y por detrás, los enormes picos de San Alfonso y San Gerardo ocultaban todo en el norte y en el sur, respectivamente, como hasta los sesenta o setenta grados desde el horizonte. Peor aun, los frondosos árboles que resultaron hermosos de día, ahora nos hurtaban estrellas y objetos del cielo, prestidigitando (ahora lo vez, ahora no) con el vaivén del viento, especialmente en las fronteras con Centauro. De la expansión celestial solo pudimos rentar una pequeña zanja, que por suerte discurría por el Cenit, en dirección este a oeste. Para añadir insulto a la injuria, debido al tamaño y tipo de telescopio, era imposible utilizarlo desde las sillas. El lente primario necesariamente apuntaba casi directo hacia arriba, lo que colocaba el ocular, diametralmente opuesto, a escasas pulgadas del suelo.  Así que termine contorsionándome sobre el polvo, boca arriba, estirando la nuca para atisbar por el pequeño agujero. Me tomó un tiempo adivinar las constelaciones en sus posiciones. Todo estaba fuera de sitio. Los mismos asterismos parecían repetirse, inusitadamente, en muchos sitios a la vez. Es un vértigo leve el que se produce cuando se mueven las constelaciones. Debo confesar, además, que nunca me había preocupado mucho por las estrellas del sur y menos aun por sus crípticas constelaciones. ¿A quién se le ocurre dibujar una mosca en el cielo?
La Vía Láctea de invierno chorreaba completa hasta el horizonte sureste, y combatía ferozmente el resplandor sucio de Santiago en el oeste. Mis ojos se detuvieron primero en Eta Carina (NGC-3372), clara a simple vista, un poco más abajo del cenit.  Apareció tan grande y majestuosa, que pensé no molestarla con mis binoculares. Lo hice como quiera. En el telescopio, a una treintena de aumentos, la nebulosa consumía todo mi campo de visión. Una franja oscura bisecaba claramente a la nube. Los pedacitos resultantes, tenían una apariencia triangulada y en su contraste con el cielo oscuro y mate, creí discernir (o imaginar) un verde añilado. La estrella agonizante, no la pude separar de las otras miles en frente y detrás del campo de visión. Edmund Halley juzgó a Eta Carina como de cuarta magnitud en el 1677. En diciembre 16 de 1830, John Herschel juró que su brillantez había eclipsado a Rigel en Orión. En el 1843, la estrella ocupó el cuarto lugar del cielo, con una magnitud sorprendente de -0.9, usurpando a Canopus y en riña con el Sol, la Luna y Sirius.
Entonces la ví. No la había notado antes, primero porque jugaba al esconder con uno de los enormes árboles y segundo, porque a primera vista me pareció una nube pasajera de la troposfeera y a segunda vista un desmembrado de la Vía Láctea. La Gran Nube de Magallanes se presentó ante mí. Debí permanecer en el trance por varios minutos intoxicado de la escena. Flotaba sobre la cúspide de San Gerardo, transitando por los setenta y algo grados del cielo. Tenía un color gris pálido, pero aparecía densa en estructura. Su geometría era claramente rectangular, alineada casi completamente, este a oeste. Del borde norte brotaba una espuela más brillante que el resto del cuerpo. En ese gancho, la mancha inconfundible de la nebulosa de la Tarantula (NGC-2070), me guiñó. Primero la espié con mis binoculares, unos Bushnell 8x42, que también arrastré desde el Caribe.  A través de los ocho aumentos, la textura claramente estelar de la diminuta galaxia, se reveló. Me zambullí en el polvo de cabeza, para disparar mi telescopio en aquella dirección.



El Deep Sky Observer's Handbook afirma que la Gran Nube De Magallanes es una galaxia espiral de barra tipo SBmIII. Sin embargo, estudios más recientes han concluido que la galaxia tal vez fue de ese tipo en un principio, pero que interacciones gravitacionales con la Vía Láctea y la Pequeña Nube de Magallanes la han convertido en un objeto de forma irregular.  La nube orbita a nuestra galaxia a una distancia aproximada de 160,000 años-luz del centro. En su interior, alberga mas 200,000 estrellas brillantes incluyendo a la enigmática S Doradus que habita en el cúmulo cerrado NGC-1910, en el mismo centro de la galaxia. Aun con la distancia que separa a la estrella de la Tierra, su brillantez varía entre 8.4 y 9.5 magnitudes, lo que la convierte en un objeto imposiblemente poderoso y energético, brillando con la fuerza descontrolada de tal vez 500,000 soles nuestros. Si es que en verdad es una sola estrella…
Enfoqué entonces a la Nebulosa de la Tarántula, que en su geometría alocada y caótica, parecía bullir y variar continuamente. De colores, el pequeño Maksutov de 90mm dió cuenta de ninguno. Sí inferí una gradación de grises que daban la impresión de profundidad y de tercera dimensión al objeto. La gigantesca nube de gas, específicamente del isótopo HII, infla un globo imaginario de aproximadamente 900 años-luz de diámetro. Al igual que S Doradus, estuve ante la presencia de un objeto cuyo volumen y fuerza son inimaginables. Si la Nebulosa de la Tarántula se transplantara al mismo lugar donde reside la Gran Nebulosa de Orion, la nube dibujaría un circulo de al menos 30° en cielo y sería tres veces mas brillante que Venus.  Su luz engendraría sombras en la noche. Como ejercicio trivial, sobrepuse la imagen de la Tarántula a una foto vieja que tenia de la constelación de Orión y el resultado habla por si solo: la araña devora al cazador por completo. El corazón de este gigante pulsa con la energía de uno de los objetos más grandes, de ese tipo, que se conocen en el universo: un cúmulo cerrado con al menos 100 estrellas de tipo súper-gigante en su centro. Entre ellas, sobresale R136a (HD28368), una de tres hermanas orbitándose continuamente. Según los cálculos y las observaciones, la estrella cuenta con una masa de 2,000 soles terráqueos y brilla con la luz de 50 millones de ellos. Son cifras sin precedentes. Son espacios y fuerzas que no podemos entender desde nuestra realidad y quizás ni en sueños. Verdaderamente, son gigantes.
El resto de la noche transcurrió rápido, esquivando nubes aceleradas y rebotando el telescopio por entre la estrecha franja abierta de cielo, donde fluía liquida, la Vía Láctea desembocando en el este. Fue allí, entre los manzanos, que logre reconocer la constelación del Centauro y más al sur a Triangulum. Me entretuve admirando a las preciosas hermanas de Taliman (Alfa Centauri) un tiempo indeterminado. Contemplé, como de costumbre,  su proximidad a la Tierra y la posibilidad de un artefacto con tecnología moderna que nos mude allí en unos pocos años. A la tercera hermana, Proxima, no logré encontrar dentro del enjambre estelar. La pequeña enana roja, brilla a solo once magnitudes visuales (mientras mayor el número, menor la brillantez). Omega Centauri (NGC-5139) jugaba al esconder conmigo, detrás de unas ramas traviesas. Igual acto de desaparición me jugó la Pequeña Nube de Magallanes, que corría parapetada por el cerro San Gerardo, acompañada de su famoso vecino, 47 Tucanae (NGC-104), literalmente, en la constelación de Tucana.
Entre la imposición de las enormes piedras talladas con erosión y la invasión acumulada de nubes de lluvia que arropaban desde Santiago, decidí, triste pero satisfecho, terminar la noche. Además, mi hermosa y paciente cómplice en la oscuridad, ya padecía de frió violento y agotamiento. Un sueño de muchos años fue realizado, parcialmente, encendiendo la mecha para una segunda oportunidad. El día siguiente lo agoté tratando de seguir a un guía local, que nos enseñaba, corriendo, el bosque de La Cascada de las Ánimas. En la noche las nubes hicieron su abril, sin tregua. En mi último día en el cañón, secuestramos un colectivo por la carretera pedregosa del volcán, en dirección a los baños termales de El Morado, un pueblito rústico a la falda de los Andes más empinados.  A seis mil pies de altura sobre el mar y en plena luz del día, me ví rodeado de montañas nevadas que se tragaban el cielo y tuve la misma sensación de noches atrás. Fue una comprensión estrepitosa. Fue una explosión de luz sobre las escalas: el entendimiento del diminuto espacio y tiempo que ocupo en el universo. Al Sufi, Pigafetta, Magallanes y entonces yo, convergimos en ese instante, con el cuello estirado y la boca abierta, ante la presencia de gigantes.

 








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sábado, 28 de mayo de 2016

Las Olas (05/2016)



 
    Anoche soñé que eras aguaviva. Parecías un hada diminuta, arrebujada en el más cómico de los trajes de baño, con todo y falda de bailarina y alitas de libélula. Te habían instalado flotadores en ambos brazitos. Tenías los pies enterrados en la arena blanda y tu mirada fija y circunspecta, hacia mar adentro, como dejándole claro a ese titán que ibas a entrar. Después te moviste lentamente, titubeando, tratabas de esquivar los caracoles y las piedras amoladas en el suelo incierto. El agua te llegó a la cintura. Luchabas por mantenerte en pie con el vaivén de las olas. Aun así, seguiste infiltrando. El agua llegó a rozar tu barbilla. Bailabas de puntillas un ballet submarino. Vi cuando el mar te haló por las caderas. Giraste por instinto, pero ya era muy tarde, la ola te embestía. No dio tiempo para agazaparte y te robó el poco balance que habías luchado tanto. El mar te sacudió y te enjabonó con espuma. Tragaste agua amarga y masticaste arena mojada. Tenías miedo. Otro halón fuerte te llevó en una dirección desconocida.
 
     Fue tu papá quién te atrapó, como  siempre, a tiempo, entre dos manos inmensas y seguras y te depositó en la orilla. Luego se retiró hacia el mar, hacia tu miedo. Te llamaba con gestos que apenas podías atisbar y sospechabas de sus intenciones. Quería que emprendieras hacia el frente de nuevo, que lo buscaras, que marcharas en contra de las olas empeñadas en suspenderte y empujarte. Intentaste desentender esas instrucciones. Temías vivir de nuevo esa sensación atroz: la asfixia. Tu papá insistía. Diste un paso de fe, luego otro y después otro. El mar te obligó a devolver unos cuantos. Y así ibas: lenta e insegura. Tu papá seguía manoteando. Agitabas las piernas y los brazos en su dirección. Habías logrado avanzar la mitad de la distancia que los separaba, cuando él decidió moverse a una parte más honda. Corregiste tu vector. Tus pies ya no alcanzaban el fondo. Estabas flotando y la mirada de tu padre era tu salvavidas; su cuerpo, un ancla. Una ola inmensa aprovechó esa intimidad y te brincó encima. Rodaste por la arena submarina. Buscabas un escape, pero el mar disfrazaba todas las salidas: no entendías el arriba del abajo y todo daba vueltas. Tu cuerpo trataba de inhalar, pero no querías dejar ir el último buche de vida que guardabas en la boca.

     Entonces, las manos gigantes te salvaron y te devolvieron al principio, nuevamente. Papá regresó al agua y volvió a insistir con sus gestos. Te llamaba con la mano. Tu garganta ardía y tus ojos estaban ahogados en lagrimas invisibles. A penas lograste enfocar su imagen cuando percibiste algo gigante y traicionero que se acumulaba a sus espaldas. Una montaña crecía detrás del hombre incauto. Una cresta espumosa comenzó a escupir desde su tope ondeando y susurraba malvadamente, como si una gigantesca serpiente fuera a tragarlo. El vio el terror en tus ojos, pero hizo nada; tú lo viste a él tranquilo. Viste hundir su cuerpo, de súbito, como si fuera una piedra; la menor de las resistencias puso. Temiste lo peor en ese instante. Pero, tan rápido como la ola lo aplastó, escapó enhiesto, casi disparado, gracias a la misma fuerza del agua. Y así hacía con todas las olas que intentaban doblegarlo. Parecía jugar con el agua en vez de estar en guerra con ella. Esa era la lección que trataba de inculcar: no  aguantes la ola, deja que te mate y que te salve.

RÉQUIEM:
El mar aspira; ya sabes lo que viene. No haremos resistencia. Siempre jugamos por las reglas y no vamos a abdicar ahora. Soy feliz de haberte conocido, aunque más tarde que temprano. Me alegra mucho la casa que construimos: el balcón a vuelta redonda, el tropel de trinitarias desbordándose por la baranda, las caricias del mar envidioso que nos robó tantas chinelas mal puestas. Quizás un día no muy lejano, alguien dará cuenta de nosotros, de nuestra vida y hablará de todas las cosas que hicimos y las que dejamos sin hacer. Nos leerán en un cuento. Aquí llega la violenta pared de espuma a traspasarnos. Viene rápido y furibunda. La tierra no ha dejado de temblar.

domingo, 22 de mayo de 2016

El Argumento Existencialista Parte I (2006)


Time Loaf Metaphore
No se ustedes, pero me perpleja ver las constelaciones en el cielo. Y pensar que cada uno de esos puntitos de luz juguetona es una inmensa bola de plasma cientos o miles de veces más grande que la Tierra que nunca llegaré a pisar entera. Y que cada una de ellas agoniza bajo la presión constante de trillones de bombas nucleares cada segundo. Y que por cada una de esas estrellas luminosas que podemos ver cuando hincamos la nuca, existen billones adicionales parapetadas por el polvo y el gas helado de los brazos de la galaxia y por las distancias imposibles que reducen su luz a escasos fotones. Y luego pensar que esos inofensivos y cotidianos puntos de luz llevan existiendo mucho antes que hubiera vida en la Tierra y seguirán existiendo eternidades después de que el planeta se consuma en un ascua ardiente. Pero, estos son los datos. Si nos dieran a escoger, preferimos gastar la vida en encontrar solo verdades. Entonces, si pensamos, también, que ese vacío negro que nos rodea y que nunca acaba, enmudece y sofoca las voces y los gritos humanos de la Tierra. Y que la inmensidad de ese espacio hace microscópicas las atroces imágenes de niños que juegan, día a día, a buscar comida en los vertederos de Rhodesia, entre la basura, compitiendo con los mandriles. Ese vacío eterno en donde flotamos, también evapora los gases que respiran otros, sin fortuna, que nacen para quemar la goma tóxica alrededor de alambres de cobre barato: las entrañas de los enseres que el resto del mundo desecha en países vueltos zafacones. Y entonces concluir que toda la historia del mundo que conocemos, empapada del sudor y el dolor humano, suma solo una fracción insignificante del tiempo (el verdadero juez). Frente a esa revelación, qué valor hereda esta última y desdichada generación de lombrices inteligentes. ¿Será la disyuntiva de Camus la más acertada? ¿Por qué intentamos, como Sísifo, empujar la roca cuesta arriba, cuando sabemos que volverá a rodar. Tal vez, porque imaginamos que podemos arrepentirnos justo antes de detonar la bomba o apretar el gatillo. Porque sentimos que tenemos autoridad para voltear ese último trago sobre la barra o asfixiar el cigarrillo recién nacido. O quizás, porque nos inspira la pequeña Clarice Starling, escapando descalza en la noche, cargando un corderito casi tan pesado como ella, tratando de salvar al menos uno, aun sabiendo que los demás tendrán su muerte certera en la carnicería. Cuando ya todo está dicho y hecho y a pesar de que no tenemos la habilidad de las estrellas súper masivas para desgarrar la tela del espacio, sí podemos cambiar de opinión, cometer errores y poner en duda al creador. Eso es un poder que ninguna de ellas ostentará. No importa que Einstein y Hawking afirmen que todo el tiempo ha transcurrido ya, para siempre. No importa que las fluctuaciones cuánticas den la ilusión de un libre albedrío. En nuestro sector íntimo de ese tiempo y ese espacio, las cosas pueden cambiar, y el cambio, aunque lento y doloroso, imperceptible o rudo... es el fuego de la vida.

Metales Preciosos: Revelations

G.K. Chesterton, tan apropiado hoy como hace 109 años. Excusamos su teísmo y lo disfrutamos en la voz de Bruce Dickinson, desde las entrañas de Canterbury.

O God of earth and altar,
Bow down and hear our cry,
Our earthly rulers falter,
Our people drift and die;
The walls of gold entomb us,
The swords of scorn divide,
Take not thy thunder from us,
But take away our pride.
From all that terror teaches,
From lies of tongue and pen,
From all the easy speeches
That comfort cruel men,
From sale and profanation
Of honour and the sword,
From sleep and from damnation,
Deliver us, good Lord.
Tie in a living tether
The prince and priest and thrall,
Bind all our lives together,
Smite us and save us all;
In ire and exultation
Aflame with faith, and free,
Lift up a living nation,
A single sword to thee.

El Heavy Metal nuestro de cada día: Starblind

Take my eyes the things I've seen in this world coming to an end.
My reflection fades, I'm weary of these earthly bones and skin.
You may pass through me and leave no trace, I have no mortal face.
Solar winds are whispering, you may hear me call.

We can shed our skins and swim into the darkened void beyond.
We will dance among the world that orbit stars that aren't our sun.
All the oxygen that trapped us in a carbon spider's web.
Solar winds are whispering, you may hear the sirens of the dead.

Left the elders to their parley meant to satisfy our lust.
Leaving Damocles still hanging over all their promised trust.
Walk away from freedoms offered by their jailers in their cage.
Step into the light star-tripping over mortals in their rage.

Starblind - with sun.
The stars are one.
We are the light that brings the end of night.


Starblind - with sun.
The stars are one.
We're one with the goddess of the sun tonight
.


The preacher loses face with Christ.
Religion's cruel device is gone.
Empty flesh and hallow bones.
Make pacts of love but die alone.

The crucible of pain will forge
The blanks of sin, begin again.
You are free to choose a life to live
Or one that's left to lose.

Virgins in the teeth of God are meat and drink to feed the damned.
You may pass through me and I will feel the life that you live less.
Step into my light star-tripping, we will rage against the night.
Walk away from comfort offered by your citizens of death.


Starblind - with sun.
The stars are one.
We are the light that brings the end of night.


Starblind - with sun.
The stars are one.
We're one with the goddess of the sun tonight
.


Take my eyes for what I've seen.
I will give my sight to you.
You are free to choose whatever
Life to live or life to lose.

Whatever God you know,
He knows you, better than you believe.
In your once and future grave
You'll fall endlessly deceived.

Look into our face reflected in the moon glow in your eyes.
Remember you can choose to look but not to see and waste your hours.
You believe you have the time but I tell you your time is short.
See your past and future all the same and it cannot be bought.

Starblind - with sun.
The stars are one.
We are the light that brings the end of night.


Starblind - with sun.
The stars are one.
We're one with the goddess of the sun tonight
.


Take my eyes for what I've seen.
I will give my sight to you.
You are free to choose whatever
Life to live or life to lose.

Whatever God you know,
He knows you better than you believe.
In your once and future grave
You'll fall endlessly deceived.

The preacher loses face with Christ.
Religion's cruel device is gone.
Empty flesh and hollow bones,
Make pacts of love but die alone.

The crucible of pain will forge
The blanks of sin, begin again.
You are free to choose a life to live
Or one that's left to lose.