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El Heavy Metal nuestro de cada día:

El Heavy Metal nuestro de cada día: Endless Forms Most Beatiful
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miércoles, 8 de junio de 2016

Road Rage (2006)


"Lo que se describe aquí es una historia verídica. El nombre del personaje principal permanecerá a salvo en el anonimato."


Como una fugaz bala negra, el semi-deportivo se desplaza por el laberinto de autos esparcidos a lo largo de la ancha autopista. El feroz coupé parece una gota de petróleo, que se diluye en el chorro abierto de un grifo. Hoy avanza con más premura que ayer (que de por si era considerable), como un cometa dejando una estela negra en los cristales, como un trueno que retumba escasos segundos en la corta memoria del tránsito. El vehiculo, incansable, oscila de un lado a otro de la autopista. Se cuela por los paseos, se come la grama y regresa al asfalto, frena siempre en el último milisegundo que la inercia y el espacio le otorgan,  después acelera torvo, como si tuviera el poder de negar los obstaculos en su camino. A veces, hasta se podría jurar que el pequeño automóvil se fracciona y que sus partes percolan por los estrechos pasillos entre carro y carro, para luego reintegrarse más adelante.
De diestra a siniestra, el caculo negro serpentea los obstáculos.  La densidad ínsolita (al igual que todas las mañanas) de automóviles requiere las destrezas inhumanas de un video juego para superar. La meta: aterrizar en la reunión antes de las ocho de la mañana. Faltan veinte minutos. Afuera de la cabina, la mañana corre veloz, pero  predecible. Varios camiones juegan a la peregrina entre carriles, mientras defecan el aire con arenilla blanca, concreto y fango. Alguna ejecutiva, en su tanque de lujo, hábilmente se aplica la mascara a cincuenta millas por hora, domando el volante con los muslos. Un joven hace uso de la misma técnica para poder afeitarse el antebrazo y los sobacos. Tampoco faltan las mamás que siempre corren tarde y en perenne riña con el retrovisor.  La fauna mañanera es dueña de la calle.
Solo unos pocos dan cuenta de la responsabilidad que conlleva. Aún menos serían capaces de aceptarla. Van concentrados en sus agendas, en sus problemas irrisorios (porque nada tienen que ver con la carretera), en conversaciones banales a través del móvil o en los infantiles radiales mañaneros. A veces, al divisar un accidente en el carril contrario o un carro averiado al margen de la carretera, despiertan del trance y descubren que existe un mundo afuera de sus cajitas de metal. No obstante, la gran mayoría de estos seres transita como maniquíes en un carroza: objetos vivos no identificados. Los automóviles se conducen solos y los chóferes se creen niños sentados en los caballitos de un tiovivo que revoluciona al mismo son todas las mañanas. Los pocos que alegan estar conscientes, pretenden un cierto respeto por la seguridad y las leyes de tránsito (que no están relacionadas), reduciendo el paso. Eso, también, es una mentira. La verdadera razón es su incompetencia, mutuamente exclusiva: no pueden mascar chicles y caminar a la vez.
La vida y el juego continúan, por el momento, como la carretera: a ochenta y cinco millas por hora. Hay que seguir ezquivando los cráteres, cada día más amplios y profundos, y volar por encima de los chichones del asfalto. Hay que desatar los doscientos veinte caballos de fuerza sobre el camino y dejar que galopen enfurecidos, que salgan al asecho y que amenazen a cualquier pobre abuelo que solo logró alcanzar la velocidad de una patineta. Pero, no todo es velocidad. Esta ardua empresa obliga al cálculo sin fin, al análisis continuo de posibles vectores entre los carros y a crear y capturar espacios desde la nada . Ese es el precio de domar al corcel metálico. Ese es su requisito mínimo. Hay que fundir la mente con el demonio mecanizado, para que engendre una extraña criatura simbiótica. Hay que ceder el alma al bitumen y al concreto armado.
Al doblar la curva ciega para cambiar de autopista, hacia la oficina, los frenos gritan aterrorizados: un tapón. Frente a la estación de peaje, un inesperado témpano de automóviles inertes hierve la frustración del infortunado piloto. Faltan ocho minutos, suficiente tiempo para recorrer las escasas millas que lo separan de su meta. Estando ahí, en medio de esa prisión creada por el exceso de carros, la falta de carreteras y transporte colectivo, y sumando la incompetencia de las agencias públicas, se enciende la mecha de la claustrofobia. Escasos segundos después se consume en una explosión humana de desesperación. El acelerador toca el fondo en un último esfuerzo por escapar la inmovilidad, por huir del rebaño de carrocerías y por hacer una desesperada afirmación de individualidad. La transmisión manual engrana en su máximo torque y las gomas relinchan con dolor. El motor alcanza las cinco mil quinientas revoluciones por minuto, suficiente para activar el sistema de válvulas inteligente. El veloz carro despega en ángulos casi rectos por entre los obstáculos. Acelerador, freno y cambio, en un baile sincronizado con magna destreza. Humano y máquina son uno. Y luego, al cabo de varios segundos, mas allá de las miradas ausentes de algunos, los gestos obscenos de otros y las plegarias de otros cuantos, llega al peaje.
            Con la peseta en mano, se alinea paralelo a la boca de la máquina traga monedas.  Sin mirar hacia la perforada garganta plástica, arroja la peseta en un gesto automático y cotidiano. Un segundo, dos segundos, diez segundos más tarde y nada ocurre. Son las 7:55AM. El gigantesco pirulí horizontal que le obstruye el paso permanece inmóvil. Entonces comienza a bullir el coraje. Comienza su cuerpo a perspirar. Su frente se calienta y un derrame de imágenes atroces y terroristas, se apodera de su cuerpo como una legión de demonios. Por temor a la censura no puedo divulgar el contenido exacto de esos pensamientos que se proyectan en la mente del conductor atrapado. Es como un mártir en el momento de su ejecución injusta. Es como una fiera herida en una trampa de cazador. Lo cierto es que justo antes de que alguna de esas ideas se manifieste en la realidad, la doña que ya estaba asomada en su ventana abierta, le dice hastiada:


-“Oiga don, tiene que echar otra peseta. El peaje subió a cincuenta hoy.”


Tranquilo amigo y héroe mío. Nos vemos mañana en la carretera.



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