Esta criatura me
arrancó la cabeza (por primera vez) en la película Tales from the Darkside. Iba disfrazada de gárgola, pero siempre supe que se trataba
de Yuki Onna, la dama de las nieves. Años después me enamoré de su hermosa y desesperada melodía en la interpretación de Symphony X. De ese amor surgió Harou
Onna, ninfa de los mares tropicales que, igual que su madre helada en oriente,
asecha a quienes juran promesas que no pueden cumplir, o peor aún, que
intentan cumplirlas. Harou Onna, dama de las olas, ojalá algún día perdones mi
soberbia: la arrogancia de haberte escuchado y pretender albergar subrepticio el
recuerdo de tu voz y, peor aun, creer tener el valor para invocarte.
En vela abdique ardiente al llamado
casi inaudible de tu leyenda.
Sutiles ecos y rumores tentaron
a construir una mágica escena.
Las olas frente a mi te forjaron
ninfa hermosa, niña milenaria,
tu piel de perlas salpicada en las llamas
del mensaje apócrifo de tu alma.
El mar pintó tu retrato
en gotas de color, con destellos de agua.
El enigma de tu cuento
fue mi impulsó; tu cuerpo la carnada;
el gen de un anhelo ajado,
el recuerdo de una candela asfixiada.
Como si el roce de mis labios te dañara,
te esfumaste en una explosión de rocío:
un fantasma de sal, salitre en mis brazos.
El beso que
se supone me haya matado
me hizo
esclavo de tu mito;
las marcas
de mi erosión borradas.
Me encadené aquella noche
a tu idea, a una terrible amenaza.
Me condené a retener vivo ese instante,
a traicionar al tiempo
y sufrir por eternidades
que un buitre me arranque las entrañas.
Me obligué a buscar entre mangles en sombra
la fuente mítica del aventurero.
Me arrojé sobre la roca como fiera
para reconquistar la espada de ensueños.
Me consumí en la imposible tarea
de querer poseer al arcoíris,
tú, la más bella de las quimeras.
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