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El Heavy Metal nuestro de cada día:

El Heavy Metal nuestro de cada día: Endless Forms Most Beatiful
En la voz tranquila y profunda de Richard Dawkins comienza el octavo disco de la banda finlandesa Nightwish, Endless Forms Most Beautiful (2015). En el preludio; la calma antes de una explosión; el famoso biólogo reflexiona...

martes, 13 de septiembre de 2016

Carriles Reversibles (09/2016)


"Two roads diverged in a yellow wood,
and sorry I could not travel both
and be one traveler, long I stood.”
Robert Frost

Te diriges, como es costumbre los martes y jueves por la mañana, hacia la universidad. Sentado en ese juguete de moho que llamas un Ford, agotas la rampa que te asegura entrada a la autopista. Una inmensa laguna de carros te espera inconsciente y dócil y te recibe en su ola lenta y automática de las mañanas. Respiras profundo y comienzas a contar el tiempo que es imposible ahorrar; que se pierde. “The Wall” de Pink Floyd se escucha apenas en el viejo radio, a través de la única bocina que todavía funciona. Transcurre sin ti: tu cuerpo en piloto automático y tu mente en otras cavilaciones. Te preguntas ¿de donde sale toda esta gente? ¿hacia donde se dirigen? Si quisieras arrepentirte y huir dando marcha atrás, te detendrían. Si te invadiera la locura de ahogar la gasolina y apagar el motor, para terminar las paginas amarillentas de esa novelita de Carlos Fuentes que lleva siglos sentada en la butaca del pasajero, te empujarían. Demasiado difícil ir más rápido; te obstaculizan. Si tuvieras la necesidad extrema de lo biológico no tendrías la satisfacción del escape; el tapón causa estreñimiento. Tratas de acceder el carril reversible. Nadie te permite el paso. Resignado en esa pequeña cápsula termodinámica que se devora al tiempo, tú y los demás a tu lado, casi manga con manga, ignorantes del hecho o no, se consumen como el combustible fósil que los carga lentamente por la vía larga. Del fondo de tu mente resurge esa aterradora, pero factual realización, la misma que piensas todos los días: estás atrapado.

Una vez anclado el carro en el mar de estacionamientos, tus pies marchan por los estrechos senderos del laberinto de metal, caucho y concreto. Paso a paso te diriges con tu esquinado portafolio de cuero rayado en la diestra. Su tapicería muestra las cicatrices habituales del uso:  bordes incoloros, manchas de café y grasa salpicada, una que otra gota de vino o vodka. Vas acortando el espacio que te separa del centro de estudiantes. El pavimento agrietado de la acera pare múltiples bifurcaciones y todas intersecan tu meta. Pero, tu algoritmo cotidiano te obliga a tomar la distancia más corta que evite una colisión con otro miembro de la facultad, estudiantes, conserjes, en fin, otro ser viviente (especialmente insectos y lagartijas).

Rayando por el costado de la biblioteca, esquivas los grupitos de estudiantes que se balancean en las barandas y bisecas a los desconsiderados que enraízan en el medio del camino. Tu cabellera rebelde (lo que resta de ella) bailotea en tu frente, dándole una apariencia extraña (fálica) a tu sombra en el pavimento. Te mueves espiando con el rabo del ojo a esos bribones añoñados que se acuestan aquí y allá, bajo las sombras de los robles florecidos. Estudiantes quieren hacerte creer que son, pero ya vienen aquí sabiendo todo lo que necesitan o al menos eso creen; solo quieren el papel firmado. Poco caso haces de las parejitas que se acurrucan en caricias sobre las cepas de los Ficus y las Alstroemerias. Haces un alto repentino frente a los que se empelotan en el pasillo, a la entrada del edificio. No. Que no te contaminen sus charlas bobas. Siempre están cuchicheando, preocupados solo por trivialidades: “¡Nenaaaaa! Me encontré a Marcos ayer en el pub y sabrás que lo ignoré toda la noche…” “¡Vaya Joe! ¿pa’ donde vamos a jangear después del examen de pre-calculo?” “¡Diablo brother esa perra esta bien buena y esta suelta!” Te mueves e ignoras los cuerpos, las miradas y los sonidos, balanceando el gastado maletín en la mano siniestra, con la destreza inconsciente de un sociópata construido piedra a piedra, por años.

Justo antes de que tu estomago gima por segunda vez, te encuentras entrando al modesto salón alumbrado. El olor a café colado te sacude del trance, como una mano que, bruscamente atrapando tu barbilla, te obliga a mirar hacia la cocina. Ya parado frente a las vitrinas empañadas, resbaladizas en vaho condensado, con tu café hirviendo en mano y con tu bandeja astillada sobre los rieles de acero inoxidable, exploras el buffet que se te presenta. Allí, dentro de las bandejas humosas está la comida pasmada, luego de madrugarte, completamente resignada a ser ingerida. Tus ojos hacen el inventario automáticamente: huevos revueltos, tocineta, salchichas italianas (al menos eso se puede inferir), etc. Tu voz se desvanece cuando vas a exigir la tocineta negra y las tostadas con mantequilla y ajo. Cierto espíritu se apodera de tu mano para señalar la bandeja con la maicena y las ciruelas tibias y gomosas. Tal vez fue el recuerdo de la luz reflejada en la calvicie de aquel hombre, lo que te obligó a escoger la crema. Tratas de reprimir la irónica imagen de aquel cuerpo esférico y boyante, sentado en su gigantesco escritorio de caoba con su bata blanca. Como examinaba fríamente esos reportes de laboratorio. Como se mordía los labios y gesticulaba en negación frunciendo el ceño. Recuerdas las puertas añejas en moho de aquel edificio despintado y sucio; la sensación de abandono a la entrada; el aura de desesperanza en las caras de los transeúntes. Recuerdas las citas en aquellos pasillos helados de losetas manchadas y sobre enceradas. Recuerdas las filas inauditas, el aullido inconsolable de los niños por el miedo a las puyas y el aburrimiento. Recuerdas el olor a matadero asfixiado con amonio. Recuerdas el reloj en la pared con el segundero muerto y el número de turno electrónico en la pared parpadeando detenido:  como el tiempo. Comer maicena es mejor que pasar por eso otra vez…

Una vez terminado tu ayuno te diriges con paso firme hacia el anfiteatro de física. Esquivando las masas estudiantiles, recorres las lozas de concreto en un baile extraño de diagonales y ángulos rectos. Tratando (supersticiosamente) de esquivar las divisiones entre losetas, llegas a las empinadas escaleras del edificio de ciencias físicas. El contorno de la estructura modernista eclipsa al sol de la mañana al pie de las escaleras, pero, en el tope, su resplandor te hace guiñar los ojos. Antes de que la imagen rebote en tu cerebro, el sonido delata al director de departamento, justo arriba, hablando con un estudiante. Tal vez se mueva en una trayectoria de colisión contigo. De seguro que le gustaría interrogarte sobre esas bajas en tus secciones de física cuántica, sobre el estado de tus largas y al parecer interminables investigaciones y sobre tu resistencia a enseñar física básica, semestre tras semestre. Quieres enfrentarlo. Quieres decirle lo que oculta tu mente, lo que nadie se ha atrevido a decir, por miedo o pura politiquería. Anhelas instruirlo en aquel viejo principio de la fuerza laboral: los menos capaces son sistemáticamente promovidos a las posiciones donde puedan causar el menor daño posible: la gerencia. Pretendes retar esa religiosidad que predica molestosamente. Demarcarás esa espiritualidad cómoda para él y amaestrada a la vida cotidiana de su clase media profesional.  Destruirás esa autocomplacencia que lo obliga a vender y forzar su mitología a los que lo rodean. Debatir con él en este tema, es como debatir con un niño sobre la existencia de Santa Claus. Es así con muchos otros temas, en especial la física. Desarmar la arrogancia, delatar y demostrar la incompetencia obvia, dan un cierto sabor a justicia. De una vez por todas, el talento y el conocimiento triunfaron sobre la labia; la sustancia venció la forma.

Al entrar a la penumbra del aposento, el estruendo de la puerta mohosa y pesada, imparte silencio en los estudiantes ya sentados y aburridos. El anfiteatro reparte a los jóvenes desigualmente, acumulando a la mayoría en las filas más lejanas a la pizarra.  La luz se hace más tenue en esa dirección, hacia el fondo, la parte más alta del recinto. Con varios pasos sobre la alfombra vieja y habitualmente olorosa a levadura, alcanzas el viejo escritorio. Hecho de acero, este pupitre ha sido huésped de generaciones de maestros como tú: los bifocales mal mecidos en la nariz y con los bolígrafos multicolores en el bolsillo de la guayabera blanca, crema o azulada. Tu cuerpo no hace mucho pasó la mitad del camino. A menudo, quisieras recuperar la mirada curiosa de los hombres de ciencia, que sólo buscan entender la realidad y ser reconocidos por ello. Fuiste científico; no importa lo que digan los demás. Ahora solo buscas sobrevivir a las matrículas y agotar los itinerarios. Ahora solo vives para esperar la quincena y malgastar el cheque enjuto. Ahora te sabes como un ladrillo más de esa pared mampuesta que el sistema construye, en retroalimentación de tu esclavitud; y ya no te importa.

De frente a la pizarra, vas raspando con tiza los signos y los símbolos de la famosa ecuación de Schrödinger. Estas abusando del discurso clásico sobre la dualidad de las ondas y las partículas; el mismo que inspiró tu vocación, cuando lo escuchaste de la boca de Feynman la primera vez. Cuanto disfrutas, aun hoy, de ver y escuchar al gigante impartiendo sus magistrales lecciones, cuando lo reencarnas por demanda a través de la pantalla plana, repetido en la internet. Parecía un adolescente juguetón cuando desentrañaba los misterios de la realidad. Cuanto quisieras reversar los roles y el tiempo, y que fueras tú el estudiante, y él, Richard, el maestro. De espalda a las miradas perplejas y lejanas de los pupilos, disparas (en la dimensión de la pizarra) las balas indestructibles con las que jugó Feynman, las mismas que traspasan una pared misteriosa, y se pierden o se cuentan entre ranuras y diques de agua empozada.  “Bienvenidos a la mecánica cuántica”, piensas en secreto. Pausas y te giras hacia la audiencia soñolienta y solicitas preguntas.

—¿Todo claro hasta ahora? —Silencio. Es de esperar.

Regresas a la pizarra para continuar dibujando ecuaciones y fasores en una hemorragia de letras y números que poca gente entiende. Pero, tú los entiendes. De repente, una voz lejana y tenue, cargada por el eco del recinto, interrumpe tu letanía.

—Yo creo que este tipo se acaba de ir en un viaje y no va a regresar. —Escuchas risas sofocadas. El rumor de dos estudiantes aburridos se amplifica y oscila en tu cabeza. Pero el insulto no termina ahí:

—Esto está cabrón. ¿A quien le importa to’a esta mierda? ¿Pa’ que sirve esto? —Añade su vecino.

Con los ojos cerrados, aceptas el reto de ese charlatán, ícono de gente que en los pasillos se mofa de ti, de tus manierismos, de tu andar y tu vestir, y ahora finalmente, de tu vida. Aprietas la tiza hasta quebrarla. Cuesta arriba por las filas del amplio salón, el foco del rumor te espera para que lo apagues: el pobre estudiante arrancado de su butaca por el pelo, atrapada su estupefacta mirada, y escuchando con sus ojos bien abiertos:

—El problema con ustedes es que no tienen visión. Se conforman solo con las cosas que pueden ver y tocar. Si no les llena el estomago o no les mueve las nalgas, sus pequeñas mentes lo ignoran. —Que paguen justos por pecadores. Estrellas los trozos de tiza en la canaleta…

La clase, dada por terminada, se escurre ruidosamente y con premura por entre las filas de los angostos pasillos del salón. Tú, ya regresado al escritorio en tu oficina, malhumorado, observas a la hermosa ninfa que se aproxima por entre la claridad de la puerta recién abierta. Su largo cabello lacio, negro como la brea, se agota sobre el pecho modesto, en parte diluyéndose por dentro de su blusa de escote amplio y hombros desnudos. La bruja se recoge parcialmente el cabello por detrás de la oreja y te observa nerviosa (aparentemente), levemente perfilada. Dudas de sus intenciones, o más bien sueñas que son otras. Por un momento imaginas que ella asiente a una invitación que jamás hiciste. Ustedes dos solos en el despacho y ella, para hablarte, se empina con ambos brazos del tope de tu escritorio. Te concentras duramente en no atisbar el seno, ahora parcialmente expuesto por la flexibilidad de la tela. Tu resistencia está justificada. Después de todo, no quieres terminar marcado como el profesor que liga a sus estudiantes (aunque todos lo hagan).

—Profesor…yo falté al segundo examen… porque me dio una monga que casi me mata. —Se rompió el hechizo. —Yo quería saber… si usted me daba un break y me cuenta el primer examen por dos. —¿Qué tal si es verdad? Tal vez sí desea que la mires. A lo mejor por eso se sienta ahora, con un muslo sobre el escritorio y el otro bailando, con su espalda levemente desviada hacia ti, para que la beses y la estremezcas. Quiere que olvides todo eso acerca de ecuaciones de campo, electrones que viajan a la galaxia de Andrómeda y científicos locos. Quiere que la descubras a ella.

Contestas hipnotizado. —Bueno, este…joven…yo no creo que eso sería justo con los demás estudiantes. ¿Qué usted cree?

La musa se desbalancea todavía un poco más hacia ti. Un manguillo del sostén lentamente se resbala de su hombro, delatando un poco mas de su seno. Su perfume te vuelve loco y quisieras brincarle encima y tomarla allí mismo, en el escritorio y que ella te acaricie y te sofoque en el aroma que lleva de aura.

—Bueno…sí, es verdad…pero le prometo que no se lo voy a decir a nadie. Puede ser un secreto entre los dos. —Biológicamente accedes…

La seductora muchacha camina apresuradamente, escapando del espacio que compartía a solas contigo. Te memorizas todas sus curvas y sus relieves para utilizarlos más tarde, en la intimidad de tu casa, en la soledad de tus noches…

Tarde, de camino a tu carro, ya extinto el día, te topas con una conmoción frente a la puerta de la facultad. Desde tu distancia, detenido en la penumbra del pasillo, logras atisbar al director del departamento hablando y gesticulando fuertemente con el decano de estudiantes. Por tu lado pasa casi corriendo una de las secretarias chismosas, que no duda en compartir la escasa información que tiene, tal vez ya exagerada por la regla exponencial de los rumores.

—Parece que un profesor agredió a un estudiante o algo así. Yo voy pa’ lla pa’ enterarme. —Más información te alcanza mientras caminas acelerado. —La muchacha está bien nerviosa. La policía está en camino.

Tus pies van casi a galope, cuando te tropiezas con el villano ignorante del anfiteatro, quien te ignora. Llegando al automóvil te topas con un compañero que te felicita por lo de esta mañana. —Oye…a la verdad que estoy impresionado contigo. Ya era hora de que pusieran a este cabrón en su sitio. Hablamos mañana…digo…si todavía tienes trabajo.

No tienes puta idea de lo que habla. Enciendes el vehículo y arrancas nervioso por la calle hacia la avenida, perturbado por los verdaderos eventos del día. Ignoras las señales de transito y te cuelas por entre los carros para llegar al expreso. La lluvia comienza a lapidar el parabrisas. Quieres escapar de la fatalidad de lo que hiciste. Ella tenía no más de diecinueve o veinte años. Tu tienes no menos de cincuenta y cuatro. La noche mojada te diluye, como la carretera al auto. De seguro que se lo contará a sus amigas. Cambias automáticamente de carril para rebasar a un conductor incapacitado por el celular. Se lo contará a sus padres y también a la policía. La avalancha de consecuencias sepultará tu vida. Ella consintió. Cortas con tu compacto al carril de la extrema izquierda, para alejarte del tráfico lento y pesado. En pleno remordimiento por el placer prohibido que experimentaste, no te percatas de las barandas de concreto despintado que te van cercando. Distraído, haces caso omiso de los extraños signos que te advierten urgentes a través del cristal empañado. No das cuenta, ni recuerdas las horas y ni las reglas del carril reversible que inconscientemente estas penetrando. Cuando ves las luces gemelas venir, ya es demasiado tarde.

En el instante de tu muerte vez tu vida pasar como una chispa de luz: un arco de corriente con la energía para encender el aire en llamas, pero extinto en una fracción de segundo. Comenzada tu trasmigración, juras haber tenido la más extraña de las visiones. Te ves reflejado en el retrovisor, multiplicándote y sujetando infinitamente el manubrio del instrumento asesino, como si agarrándote a él, pudieras agarrarte a la vida. Justo antes de la oscuridad, regresa a tu mente el discurso de Feynman. Recuerdas bien lo que intuyó su genio, lo que pudo descifrar ese vasto intelecto en una simple fábula acerca de un electrón que se mueve de un cátodo a un ánodo en una explosión blanca. Recuerdas la belleza y la perfección que oculta la verdadera naturaleza, cuando imaginamos que el electrón recorre todos los caminos, todas las posibilidades, para moverse de aquí para allá. Se materializan en tu memoria, como en el espejo, todos esos universos paralelos que multiplican la existencia. Las decisiones de tus partículas, sus formas de existir, destruyen con desdén cualquier rastro de tu libre albedrio. No se te escapa la asombrosa, pero inevitable conclusión de todo esto: el electrón, como tú, recorrió todo el universo para saltar de un electrodo al otro. Escoges nada: ni el camino más corto, ni siquiera el más largo. Todos los senderos son posibles, en mayor o menor grado, y todos son agotados. Literalmente eres la suma de ti y todas tus circunstancias. Eres tan culpable como inocente. La integral de la probabilidad de todos tus pasos es la vida que vemos sublimada en un haz de luz.


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