Arribé de tarde calurosa y ventosa a la
sombrita de la pagoda en el recinto sureño de nuestra ilustre universidad. Allí
me recibió cordial, pero ajetreado, mi amigo Francisco que, entre otras cosas,
atendía la narración intensa de una señora a quien nunca había visto. Una hija colgaba
del hombro izquierdo de la madre como un apéndice, tal vez ñoña o aburrida del
cuento repetido. Al muchacho al otro lado de la banca lo reconocí de la otra
noche, pero esta vez trajo a un amigo. Nadie más había llegado entonces a
cobijarse bajo la sombra de concreto. Terminado el discurso de la señora, Paco
aprovechó la pausa y mi introducción para escapar en una llamada telefónica. La
madre y su hija, casi siamesas, me escudriñaron. Titubearon un instante ante la
escena impresa en mi camiseta negra obtenida en Detroit, terminado un concierto
de Iron Maiden. La camisa ostentaba la imagen demoniaca de Eddie (el muerto) aferrando a la Tierra en un puño.
Era una caricatura grotesca que reducía el diámetro del planeta al de una manzana.
Con toda precocidad, la noche seguiría jugando con las escalas y con las
apariencias de esa manera.
Poco más de una hora después, dejando en
evidencia lo flexible que es el concepto “puntualidad” para los
puertorriqueños, se habían sumado varios estudiantes al grupo, la mayoría
depositados por sus padres en frente de la pagoda. Salimos en caravana por la
carretera vieja en dirección este. Don Paco cargaba a los escasos muchachos en
una minivan humeante y fuliginosa, propiedad de la universidad, mientras yo los
perseguía escuchando a Rush intensamente explotando por mis bocinas. El camino
a la finca estaba averiado, más de lo esperado, por las lluvias de días
pasados. Luego de navegar los charcos y esquivar las piedras y los cráteres del
camino, me estacioné como a veinte pies de unos surcos de semillas
desconocidas. El “camino” terminó siendo una vena enjuta de tierra y polvo que bisecaba
a un enorme valle de sembradíos. Atisbé el contorno a lo lejos, dibujado por
montañas que podía fácilmente aplastar con mi pulgar. El espacio seguía jugando
con mis percepciones. Estuve tentado a entregarme a esa sensación y a disfrutar
del vértigo por un rato, pero el tiempo, como la luz, se extinguían. Extraje diligentemente
los artefactos del carro para instalarme, justo antes de la oscuridad, al borde
de una verja de púas, con mi telescopio, sillas y mesas sobre un pedazo desenrollado
de alfombra que había procurado para tales propósitos días antes. Encendí el
GPS y dejé que sus diodos me hipnotizaran parpadeando. Permanecí sentado,
testigo de la muerte de sol y la reencarnación de la noche en aquel valle
hermoso pintado de rojo, purpura y turquesa.
Abrí el ojo en Saturno, balanceándose en
el cenit astral. Su intensa luz, bailando en el centro de mi ocular de 14mm,
era acompañada por Titán, como de costumbre. Varias otras lunas desfilaban por
la escena, innombrables por mi memoria. Aproveché que el planeta gigante se
paseaba por el área menos densa de nuestra atmósfera para acercarlo con mi
ocular de 5.1mm. La imagen de Saturno, aumentada 245 veces, aun espiada hasta
el hastío, no dejó de sorprender. La gigantesca bola, pálidamente amarilla,
corría veloz por mi campo de visión y a esa magnificación había que correr
detrás de ella con el telescopio. Varias bandas ecuatoriales eran claramente
visibles y otras se disolvían en el trasfondo a medida que se acercaban a los
polos. Indiscutiblemente, lo que más atrae y cautiva de Saturno son sus
gigantescos anillos, primera vez enfocados, apenas, por Galileo Galilei en el
1610. En la ocasión de esa noche de mayo, el planeta posaba con su cintura
inclinada solo a unos veinte o treinta grados con respecto al plano de mi visión,
lo que propiciaba una escena adecuada, pero no espectacular de las insignes sortijas.
La banda oscura de Cassini no era muy aparente, pero el espacio orbital, vació
y negro de la banda D, entre la exosfera del planeta y las primeras vueltas de
material satélite, sí lo era.
Varios de los presentes (aficionados y
visitantes curiosos) se turnaron para saludar al gigante a través de mi lente.
Algunos no creían lo que vieron por primera vez y me acusaron de colocar
fotografías en la boca del telescopio. Otros, requirieron verlo varias veces. Años
atrás, durante una madrugada oscura, húmeda y fría, poco antes de tener que prepararme
para la dichosa escuela, recuerdo haber desenfundado un antiguo refractor de
3.5 pulgadas, un artefacto pesado que me había prestado un amigo de mi papa, y
toparme con el planeta inesperadamente. Mi primera reacción fue confundirlo con
un “OVNI”. En aquel ocular a baja magnificación, parecía un pequeño cigarro o
una diminuta chiringa multicolores flotando entre los puntos sólidos de luz
esférica. Los anillos lo disfrazaron de platillo en el lente de mi imaginación.
Saturno es tan distinto de las demás cosas que podemos ver en nuestro espacio
inmediato. Aun en su propio espacio, 746 millones de millas lejos de nosotros, el
planeta parece no pertenecer: es un ente alienígena, el primer embajador del
imaginario extraterrestre en la psiquis humana, desde Galileo. Ni siquiera sus
primos mas cercanos, Júpiter y Urano, igualmente gaseosos y gigantes, asemejan
parientes (aunque visten anillos, pero invisibles para nosotros). Es un cuerpo sin
igual en todo lo que hemos podido ver hasta ahora, dentro y fuera de la Tierra.
Por otro lado, y más allá de los arquetipos, existan o no, la imagen del
planeta también rasga un acorde fundamental que canta de simetría y balance, de
fuerzas de gravedad y centrífugas en armonía, que delatan a poderes capaces de
crear a un gigante hermoso. ¿Cómo han cambiado nuestras visiones del espacio
interior y exterior, nuestra idiosincrasia universal, después de haber conocido
a Saturno de cerca?
Luego de Saturno, y escapando de las
nubes, me trasladé a la Osa Mayor que se proyectaba cómodamente a unos cuarenta
grados mas o menos en el cielo del norte. Como es mi costumbre masoquista, salí
al asecho de M-97 y M-108 con mi telescopio de diez pulgadas. Al cabo de largos
minutos explorando con mi ocular de 40mm, me topé con la Nebulosa del Búho,
claramente resaltada del espacio de fondo. Lo sorprendente era que el cielo esa
noche no era de tan buena calidad. Alfa
Draconis y Alcor eran escasamente visibles. Había apostado a otra
noche más de jugar al esconder con la famosa nebulosa planetaria. Sin embargo,
allí estaba, no solo ella, sino también M-108
en la cercanía aparente del campo de visión. Ambas eran bien discernibles con
un poco de visión diferida. Aproveché la coyuntura para encaramarle a mi ocular
de 14mm mi nuevo filtro de banda estrecha. El potente filtro extendió el cuerpo
de la nebulosa. El borde se definió mucho mejor y el resto de la superficie
ganó contraste con respecto al ennegrecido cielo de fondo. Los 89 aumentos del
ocular, limpios de luz local, hicieron justicia a la enigmática nube de gas: la
escamada piel de una estrella en la postrimería de su existencia. Los ojos del
búho me miraban desde la insondable distancia y el gris claro de su cuerpo ganó
densidad y gradientes. En el proceso de usar el filtro, borré a la pequeña
galaxia de la vecindad, aunque no reveló mucho detalle después de removerlo.
Sin embargo, su cuerpo ovalado y estrecho sugería cierta densidad poco más
abajo del centro.
Inspirado por la suerte de esa noche,
decidí intentar a M-109 (NGC-3992), justo al lado de Gamma Ursae Majoris. La
evasiva galaxia no logró esquivarme esa noche. No recuerdo cuando fue nuestro
último encuentro, pero no hemos coincido en más de tres ocasiones. Expulsé a
Gamma del campo de visión y me concentré en la vuelta espiral de la galaxia. Tenía
forma ahuevada y parecía tener el hemisferio inferior más ancho que el de
arriba. No pude detectar la barra central. Otra sorpresa agradable fue NGC-3953, que descubrí flotando cerca de M-109. Aunque un tanto
mas tenue y pequeña que la otra espiral, ambas me cautivaron con su belleza
fantasmal. Como suele ocurrir en estas aventuras, el premio consiste en
encontrar estos objetos; que se dejen ver es otra cosa.
Para esa hora de la noche había arribado
un grupo de niños escuchas a nuestro observatorio improvisado. Uno de ellos me
preguntó curioso por lo que observaba. Le comenté lo poco que sabía sobre M-109: una galaxia
espiral como a 55 millones de años-luz de la Tierra. [Mis disculpas al inquisitivo muchacho.
Espero que perdone mi error craso. Posteriormente, mis investigaciones
revelaron que la galaxia es en verdad una espiral de tipo barra (Hubble Class
SBc) y no una espiral común (Hubble Class Sb.). Para mi consuelo, también
descubrí que Kenneth Glyn Jones cometió el mismo error en el cuarto volumen del
Web Society Deep Sky Observer's handbook.] Compartí la pequeña
galaxia con él, fruto de muchas noches estériles y de arduas e intensas luchas
contra la contaminación de luz, las nubes, la atmosfera, la biología de mis
ojos y las distancias incomprensibles que nos separan. —¿Dónde está? No veo
nada.— Retomé el aparato, cerré un ojo y me cercioré de que allí estaba,
guiñando. El niño volvió a intentarlo; también varios de sus compañeros
trataron. El último afirmó inseguro que la miró, aunque no sabía describirla. Muchas
veces ocurre igual. He estado persiguiendo a estas motitas de luz por tanto
tiempo, que presumo que todos usamos la vista de igual forma. Estos encuentros
me sacuden a dudar cuanto de lo que veo, o creo ver, es consecuencia del puñado
de fotones antiguos que choca con mi pupila y cuanto es añadido por la
imaginación o la memoria. Seré el primero en gritar que, si al menos tres observadores
independientes pueden admitir la existencia de un objeto, el objeto existe. Por
suerte, Paco vino al rescate de M-109
y confirmó su presencia en el ocular, como lo han hecho tantos desde Pierre
Méchain y un tal Charles Messier.
Como solo había dos telescopios, tuve
que desistir de mi exploración del espacio profundo al reclamo de “¡Saturno!,
¡Saturno!, ¡Saturno!” Giré el tubo blanco hacia arriba nuevamente, atrapé al
dichoso planeta y le coloqué mi ocular de 5.1mm; comenzaron los suspiros. De
vez en cuando tuve que realinear el telescopio dobsoniano cuando el planeta huía
del campo de visión. Una de las señoras, que vino con su hijo, requirió mirar
por el aparato por lo menos tres veces. Me encanta ver a la gente disfrutar y ser
sorprendida cuando su universo se expande, aunque sea solo unos cuantos
millones de kilómetros. No obstante, siento que es difícil, muchas veces, comunicar
y compartir otra hermosura de la actividad. Una de las cosas que más atesoro de
este arte y esta ciencia, es que hace crecer nuestro entorno, no en kilómetros,
sino en millones de años-luz. Creo que mucha de la magia de esta empresa reside
en contemplar y dar cuenta de las distancias y las escalas que nos separan del
resto del universo. Personifico a un haz de luz etéreo que sale disparado de la
superficie violenta de una estrella roja o azul. Trato de imaginar todas las
cosas que ese cúmulo de fotones ha presenciado en su trayectoria millonaria, para
fundirse en impulsos eléctricos en las células de mis ojos. A través de ellos,
visualizo el espacio que los engendró. Me aterra y excita el hecho de que mi
mente logre sumar y restar esos impulsos nerviosos en la imagen de otro
espacio, otro lugar tan lejos y tan extraño a todo lo que conozco y conoceré.
Existen otros espacios. En el instante que esa chispa dibuja su forma en el ojo
de mi mente, saboreo el simple y sencillo acto de estar allí, flotando en el
lente.
Más personas se habían unido al grupo; terminó
siendo una noche bastante concurrida. Para evitar los desastres, como ocurrió
con M-109,
y fiel a mi responsabilidad de promover un pasatiempo, decidí restringirme al
catálogo usual de objetos brillantes y bonitos. Comencé con Omega Centauri, ciertamente uno de mis favoritos.
Increíblemente, generó tanto o más suspiros que Saturno. Es un objeto estelar,
literalmente. Esa noche se encontraba un poco obstruido por unas nubes bajas en
el horizonte, pero aun así no dejó de impresionar. Aproveché lo bien que fueron
recibidos los cúmulos globulares y seguí con M-4, cerca de Antares, el corazón del escorpión. Aunque no tan hermoso
como Omega,
pues aparenta tener menos estrellas y es mucho menos brillante, tiene su
encanto especial. El cúmulo resulta ser uno de los mas cercanos al sistema
solar, estando aproximadamente como a 1.8 Kiloparsecs del sol. En su interior se han catalogado hasta
10,000 estrellas, aunque se sospecha que contiene muchas más, tenues. Desde
allí, di un pequeño salto hasta M-80. Este diminuto cúmulo cerrado brilla a ocho
magnitudes y contiene a la nova T Scorpii, que salto a la fama en 1860,
logrando siete magnitudes visuales.
Proseguí mi excursión con los visitantes
a través del Centauro,
retomando, por petición popular, a Omega
Centauri. Luego, decidí descabelladamente intentar otros
objetos de espacio profundo más difíciles comenzando con Centaurus A (NGC-5128). La galaxia es uno de los objetos
mas extraño que conozco. Para empezar, su forma definitivamente circular, la
hace parecer más una nebulosa planetaria que una galaxia elíptica. La manera en
que su luz se torna más densa hacia el centro, da la impresión de profundidad
esférica. La misteriosa banda oscura que la biseca era claramente visible en
cualquiera de los oculares. El enigmático nombre lo obtuvo de observaciones con
radio telescopios que detectaron emisiones súper energéticas, en ondas de radio,
provenientes del centro de la galaxia. El epicentro de estas explosiones
caóticas, Centaurus A,
se teoriza sea un abismo negro súper masivo devorando material intergaláctico a
razones inconcebibles. Hoy sabemos que ese material grita en todas las
frecuencias del espectro electromagnético, especialmente rayos X y ondas de
radio, justo antes de ser tragado.
NCG-5286 es una sorpresa agradable un poco más abajo
de Omega Centauri. El pequeño cúmulo hace una preciosa pareja con el tono
anaranjado de M Centauri
en el mismo campo de visión. En mi telescopio los bordes del objeto se hacían
granulares, pero el centro permanecía sólido y sin resolver. Ya entrada la
noche, justo antes de que los pocos visitantes que quedaban se marcharan,
enfoqué a M-104, la galaxia del sombrero, que también arrebató unos
cuantos suspiros del público. Su forma asemeja un platillo volador, igual o más
que Saturno.
Recuerdo que hace poco, en otra noche de
estas, una señora me había preguntado, curiosa, por una constelación que
parecía un ángel. Señalaba al cielo, dibujando con su dedo en el aire, las alas
del asterismo. — Allí, donde está esa estrella brillantita. Parecen alas, como
las de un ángel.— Tardé poco en dar cuenta de que se refería a Perseo. La
señora aprovechó la aparición y me contó una anécdota. Una madrugada oscura, despertó
y salió al balcón, quedando estupefacta con lo que vio. Fue testigo de un
patrón de luces estacionarias que pulsaban al unísono sobre ella. Como si fuera
poco, logró discernir en los objetos ciertas flagelos o apéndices que ondulaban
al mismo ritmo que las luces. Al cabo de unos minutos, las enigmáticas entidades
salieron disparadas en todas direcciones dejando estelas en el cielo. Según
recordaba, tenían que ser ángeles, porque no parecían platillos voladores. Le
sugerí que pudieron ser Las Perseidas, una lluvia periódica de meteoros que
irradia desde Perseo. Ella asintió, no necesariamente convencida. Irónicamente,
la estrella brillante a la que se refería, incrustada en el ala del ángel, era
bien estudiada por los árabes, porque parpadeaba misteriosamente. La llamaban Ras’
Al’ Ghul, la cabeza del demonio. De ahí germinó su nombre actual, Algol, aunque
todavía usa el diabólico seudónimo.
Esas historias me fascinan. Donde Tolomeo
vio a Perseo cargar con la cabeza de la Gorgona, una mujer, siglos más tarde, vio
las alas abiertas de un querubín. Yo tiendo a ver solo gas, plasma y polvo. Los
cielos abiertos sin óbices, invitan a ese debate, a especular con las formas y
las apariencias, y a cuestionar nuestro lugar dentro de una gran inmensidad,
que muchos ni dan cuenta que existe. Nos
retan a formular las preguntas más profundas. Hacen levitar nuestros pies sobre
la tierra para contemplar un universo más grande. Nos intrigan a mirar y a
disolvernos por el pequeño orificio de un tubo metálico para acercarnos a él.
Nuestra imaginación, amplificada a través del lente de un telescopio, forja la
única nave espacial en la que, probablemente, jamás viajaremos. Me complace
mucho, invitar a desconocidos a que aborden la mía. No importa si vienen tras
la pista de platillos voladores, soñando con ángeles o huyendo de algún demonio;
mi telescopio siempre arranca suspiros.
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