El Heavy Metal nuestro de cada día: Endless Forms Most Beatiful
En la voz tranquila y profunda de Richard Dawkins comienza el octavo disco de la banda finlandesa Nightwish, Endless Forms Most Beautiful (2015). En el preludio; la calma antes de una explosión; el famoso biólogo reflexiona...
Hablando de Einstein y sus teorías
que desdoblan el espacio y también la mente, les presento esta hermosa perla
hallada en lo más profundo del mar negro. Nuestro planeta brilla en la luz de un sol que nos alumbra
sin matarnos. Ese astro, padre de todos nuestros dioses y demonios, es también la
estrella madre que nos protege del abismo atezado que nos rodea; la infinidad
congelada que nos asecha. Acusen a Dickinson de jugar con alegorías, o con
intentar recordar el futuro lejano. ¿Fue o será el destino humano andar vagando
por entre las estrellas? Eso le concierne al tiempo. Por mi parte, desde mi
rinconcito aparentemente a salvo, celebro la destreza con la que dibuja la
fisura tan fina que separa a la ciencia de la ficción. Puedo ver a los tres
grandes, Heinlein, Asimov y Clarke, complacidos y borrachos.
Distant earthrise long ago
lingers at the borders of our minds.
Mysteries spinning in the dark,
in the frozen emptiness of time.
We were lost and we never knew
who we were or what we left behind.
Living half-lives we were blind
to the new frontiers that opened up our eyes.
To find our minds were spinning.
Souls entwined in a spiral dance.
The ancient ways have found us
again to give us one last chance.
Living in this place,
staring into space we find
we might share the corners of our lives.
Infinity runs deep.
Eternity that we can't keep
melting through the frozen wastes of time.
So we go and we'll not return
to navigate the seas of the sun.
Our children will go on and on
to navigate the seas of the sun.
So we go and we'll not return.
We'll navigate the seas of the sun.
Our children will go on and on
to navigate the seas of the sun.
We can't go on tomorrow
living death by gravity.
Couldn't stand it anymore.
We'll sail our ships to distant shores.
Purple, gold and blue,
living colors every hue.
Flowers in the garden of the gods.
No one can ever know
if you never saw them grow
but this darkness is really full of light.
Now beyond the earth,
beyond all things that gave us birth,
we'll navigate the seas of the sun.
If God is throwing dice
and Einstein doesn't mind the chance,
we'll navigate the seas of the sun.
Infinity runs deep.
Eternity that we can't keep.
We'll navigate the seas of the sun.
Flowers of our souls,
purple, blue and gold we'll find
to navigate the seas of the sun.
So we know who we are,
even in this frozen waste
we'll navigate the seas of the sun.
Living in this place,
staring into space we'll find
we'll navigate the seas of the sun.
Well beyond the earth,
beyond all things that gave us birth
we'll navigate the seas of the sun.
If Einstein's throwing dice
and God he doesn't mind the chance,
we'll navigate the seas of the sun.
Flowers of the soul,
purple, blue and gold
and who we were before
eternity...
We'll navigate the seas of the sun...
Como le iba diciendo
querido lector curioso que me escucha desde la intimidad de su cabeza, la realidad
y los sueños necesariamente son la misma cosa. Lo que ocurre es que desde que
nacemos nos obligan a negarlo, a tragarnos otro cuento. Desde que era niño (y
estoy seguro de que a usted también), me recalcaron que los sueños no son
reales, que los demonios escondidos en el ropero no pueden rasguñarnos y que los
peluches no reciprocan sentimientos. No estoy
de acuerdo. Muchos de los mejores recuerdos de mi infancia ocurrieron en otros
mundos, atravesando la ionosfera de planetas desconocidos, sobrevolando los paisajes
extraterrestres en mi nave del futuro. Y fíjese también, que en mis juguetes
pobres y arcaicos de la niñez, inyecté toda la fuerza de mi imaginación. Si
bien es cierto que mis crudos castillos de cartón de flauta cementados con cinta
adhesiva eran solo tristes imitaciones de los que vendían en tiendas por
departamento, es más cierto que nadie presencio batallas más épicas en otro
sitio.
Sin embargo, creciendo,
la vida nos llama, nos hala cada vez que despegamos. Poco a poco, día tras día,
se nos obliga a sentar cabeza, a comerse los libros de texto, a rajar la curva
en los exámenes y a gastar la memoria con cientos de miles de datos, formulas y
reglas. Se sacrifican los sueños de algunos desde el día en que nacieron, al
cuido de su mamá convaleciente, cuando arribe el momento. Se espera de otros
que pisen las huellas (y los talones) de sus padres, allá en el colmadito, en la
fábrica o en la oficina. Un ingeniero por cada ingeniero, una abogada por cada abogada,
un doctor por cada doctor; así rezan los mantras de algunos padres que olvidan
que fueron niños, o que nunca lo fueron. En fin, cuando toda tu vida está ya
tramada; derramada sobre un libreto centenario, aprobado por el recuerdo
ambiguo y temeroso de generaciones pasadas; no queda espacio para el sueño. ¿Quién
tiene el tiempo para soñar si la vida consta de una inagotable ristra de
tareas, responsabilidades y placeres obligados?
Paradójicamente, se
espera de nosotros, cuando adultos, lo contrario. Se nos dice que el mundo
apesta a orín por nuestra culpa, que debemos sacrificarnos ahora para soñar la
esperanza de un mejor mundo futuro que nunca viviremos, para beneficio de una
generación de ingratos y engreídos. Mas aun, los íconos que
se han expuesto; estatuados y cementados para inspirarnos; se asemejan más al
niño que juega solo con sus manos, haciendo ruidos de saliva con sus labios, soñando
despierto, que a la vida real para la cual nos amaestraron. Estos personajes célebres
de la historia, se recuerdan no por mantenerse dentro de los parámetros de su
realidad existencial, sino por desdeñar las reglas y los límites. Se celebran
por su capacidad para robarle a la imaginación las soluciones a los problemas,
y por el valor para soñar en ellas.
Un momento por favor. Me
tengo que tomar estas pastillas. —Sí. Ya voy. Toma, ahí está. No jodas más… —Disculpe
la interrupción.
Sí, lo sé. El fuego
quema, el agua moja y el vientre reclama comida. Lo estoy escuchando amigo
lector. No todo está hecho de sueños. Le admito la existencia de un entorno
tangible y físico, que se nos echa encima, que nos arropa con su inocente
maldad traviesa. Reconozco que compartimos un espacio que nos estira como a un
chicle en al menos tres direcciones ortogonales. Le admito que tal cosa existe,
pues todo el mundo (o al menos la mayoría) puede dar cuenta de ello. También
puedo coincidir con usted en que las causas parecen preceder los efectos. La ciencia
nos señala que todo eso es real, al hablarnos de átomos y enlaces covalentes,
de la flecha del tiempo y la física de estado sólido. Pero, ¿Cómo arribamos a
la dicotomía de que, si la realidad es la que vivimos despiertos, la que puede
ser vista y confirmada por la objetividad de terceros; validada por la ciencia;
nada más existe? ¿Cómo decidimos entre un mundo y la infinidad de otros que podemos
soñar? Porque creemos lo que vemos…
De entrada, lo que su
experiencia asegura es real es solo una aproximación; un modelo inexacto. Su
realidad es calcada por hábiles artistas que pintan cada cual con su propio pincel
y palestra sobre un mismo lienzo, un mundo exterior en una sola imagen. Ese
garabato de colores y líneas, conforma nuestra visión estereoscópica y animada,
que construye distancias, tonos, contrastes y movimientos. A ese caleidoscopio denominamos
el mundo real. Pero, en la integración de esas visiones se pierden detalles
críticos, como bien lo demuestran los cuadrados de Necker y los
prestidigitadores. El mundo que se nos dibuja detrás de los ojos no es certero,
pero, no conocemos otra manera de experimentar. Somos las víctimas de una
ilusión perpetrada por la magia del prisma…
¿Alguna vez ha soñado en
blanco y negro? ¿Puede imaginar prescindir de los colores del mundo? Usted cree que reconoce el color rojo del
añil, pero sepa que lo que experimenta por rojo no necesariamente será lo que
yo, una abeja o un toro, confirmarían como rubí. El mundo exterior es una
experiencia demasiado personal, demasiado íntima, como lo son los colores. De
hecho, recuerdo un pintor que luego de un accidente automovilístico, terminó
condenado al daltonismo. Pero no solo dejó de ver colores, sino que nunca los
vio. Todas sus memorias, sus sueños y obras se tornaron sepia; tonos de gris; a
partir de ese trágico golpe en el lóbulo occipital. Esta anécdota es la más
terrible de las evidencias. La conciencia, o sea, lo que usted reconoce como
usted, no tiene acceso directo al mundo físico. Depende de lentes, guías de
onda, circuitos y voltajes, sensores y algoritmos que simplifican, diluyen y
pintan la experiencia. Sin embargo, estos aparatos son los mismos que se
utilizan para soñar…
¿Y de paso, quien es
usted? ¿Se cree una voz única, íntegra, que habla detrás de su cráneo hueco; que
ve las cosas proyectadas como en una película en el tiempo? ¿Piensa que, si le biseco
el cuerpo calloso del cerebro, no va a pelear con usted mismo, su lado derecho
contra el izquierdo mudo? ¿No cree que se va a tropezar en el camino cuando sus
pies arranquen en direcciones opuestas? Esté seguro, que serían dos, tres, o
legiones enteras, los que tomarían posesión de su cuerpo. Porque el cerebro actúa
como lo que es: un concentrador, un mero ente regulador del tránsito sensorial.
Y todas las sensaciones tienen un ego. Todas quieren hacerse sentir y
expresarse en el mundo exterior. Sepa que el “yo” de Descartes no es un ente íntegro.
Asumirlo así será tal vez tan irrisorio como confundir una bandada de aves con
el pájaro, o una escuela de peces con el pez. Usted, al igual que yo, somos la
suma y el promedio de muchas conciencias fluídas; muchos y diminutos egos que se
atropellan y pisotean por atención segundo a segundo. Somos una sinfonía que se
improvisa así misma sin director, nota por nota, solo con el ensordecedor
estruendo de las decenas de solistas persiguiendo sus propias partituras y ritmos.
Somos el eco de cientos de voces que gritan simultaneas, clamando por ser
escuchadas desde el fondo de su cabeza. Algunas ríen, otras lloran y otras
estallan de rabia o placer. Solo las de mayor resonancia, en circunstancias específicas,
asumen el rol: se convierten en el protagonista. Solo esas logran atisbar ese
mundo real, pero solo a través de las herramientas de la imaginación y de los
sueños.
Independientemente de
cuantas voces escucha usted dentro de su cabeza, es todavía más desconsolante
saber que su conciencia carece de un medio; de un substrato. No pretenda creer
el cuento de que su conciencia resulta de un programa compilado, que se
almacena en un disco duro de carne cuando no está en uso. No intente
convencerme de que un sistema operativo biológico lo ejecuta a usted cuando es
hora de trabajar, cuando es hora de mentir o cuando corre su cuerpo ciertos
peligros mortales. No somos tan secuenciales como quisiéramos ser. Claro, para
dar sustancia y hacer real a su mente puede invocar, como muchos, un rinconcito
en el alma. Trate de cortar una esquinita de ese humo prenatal, para que
resguarde sana y salva una cierta esencia de lo que es usted. Puede intentar orar
para que ese pedacito de materia astral perdure hasta que llegue intacto al
cielo, cuando su cuerpo expire. Sin embargo, Sagan muy fríamente demostró lo único
que podemos hacer con cualquier materia que no se ve, ni se huele, ni se
siente, ni se oye, ni se pesa: nada. “Pensamos, luego somos” afirmo el francés
frente a la estufa. Pero, ¿de qué somos? Cairns-Smith apoyo la idea de que la mente
carecía de sustrato. Él y otros la imaginaron como un efecto macroscópico de la
mecánica cuántica, como la superconductividad o los rayos laser. Imagine una condensación
tipo Einstein-Bose de las neuronas del cerebro. En otras palabras, un orgasmo
de axones eyaculando sincrónicos un mar de electrones, que, en su oleaje periódico,
erosionan la piedra esculpiendo una cara incrustada en la arena: la persona.
—Está bien mijo. Ya te
oí. Ya sé que hora es. No me sigas jodiendo. Voy ya mismo…—Disculpe nuevamente estas
muy molestas interrupciones.
La cruel verdad es que,
aunque prescindiéramos de nuestro aparato defectuoso, de nuestra mente confundida
y vagabunda, no encontraríamos un mundo real para atestiguar. Si espera que la
ciencia lo salve ahora de este predicamento, se va a llevar una gran sorpresa.
Presumo entonces, que no se ha enterado de las más recientes noticias: la
confirmación del experimento de Bell, el descubrimiento del bosón de Higgs y la
detección de las suaves olas gravitacionales. A nivel cuántico, nada existe hasta
que es medido y observado. El universo se esconde detrás de potenciales y
probabilidades. Sí señor, si nadie ve al árbol caer en el medio de bosque, el
bosque no existe. Como los infortunados artistas de Clarke que abandonaron toda
su cultura en aquella roca fría, para protegerla de la violenta explosión de su
estrella agonizante. Ninguno de ellos existió hasta que su obra fue exhumada en
el espacio, milenios más tarde. Parece contradictorio, pero hasta Einstein y
sus secuaces tuvieron que abdicar en esta guerra por el mundo real. El acto de ser
no es posible sino en la presencia de quien observa. El escritor imagina a
lectores que soplan vida a sus personajes, y por consecuencia a si mismo. Igualmente,
la materia sueña que es una onda o una partícula, y todas las demás cosas a la
vez. Tal vez sueña usted que me entiende desde su pantalla electrónica. Tal
vez, yo sueño que estoy aquí, encerrado por mi edad o mi locura en este recinto
acojinado, vigilado por enfermeros irritantes. Tal vez no existo, ya que nadie me
ve, ni me escucha. Pero con mayor probabilidad, y con todo el respeto querido
lector, me parece que soy yo el que sueña que usted me está leyendo.
Hablando de libros, acabo de devorar las casi cuatrocientas páginas de Lucy: The Beginnings of Humankind, de Don Johanson y Maitland Edey. Relata la fascinante historia de los fósiles homínidos descubiertos en el triángulo de Afar, en Etiopía. Pero mejor aun es la otra historia que transcurre detrás de las letras. Es una demostración real de cómo engrana el método científico y como la ciencia brinca, baila y rebota hasta detenerse, momentáneamente, en una conclusión. La historia que narra Johanson, contiene todos los elementos clásicos de un misterio a resolver, las instrucciones de como levantar las pistas científicamente y metódicamente, como analizarlas y de como llegar a conclusiones, solo en base a esas pistas. Se presentan situaciones muy humanas, donde los personajes principales confrontan su propio escepticismo y salen airosos. Tal vez ningún ser humano pueda ser puramente objetivo (aunque Tim White parece intentarlo exitosamente). Los protagonistas lo admiten. Ellos todos tienen sus prejuicios de cómo les gustaría fuera el pasado de la humanidad, pero, confrontados con la evidencia, desisten de sus conclusiones primordiales. En un momento clave, el norteamericano James Aronson acusa a Maurice Taieb de cometer un error de análisis en la clasificación de los estratos basálticos, a lo que Taieb solo responde con "¿y donde está la evidencia para afirmar eso?". De seguro que situaciones menos tensas han desatado la guerra de países enteros, y sin embargo, el geólogo franco ni se inmuta. El mismo Johanson, da su propio testimonio de cómo la evidencia científica lo obligó a arrancar a Lucy de la rama de los Homo, posición que asumió y defendió desde el principio, literalmente, a diente y uña. El libro retrata fielmente lo que son y deben ser los científicos modernos, y lo que no deben ser. Me gustaría que ese ejemplo aplicase a todas las ramas de la vida cotidiana.
La biografía de Lucy, tampoco deja de impresionar y de excitar a la curiosidad. Lucy transporta la imaginación al horizonte de los cuatro millones de años en el pasado, cuando la humanidad, con toda seguridad, no tenía mucho de humana. Estos paleo-antropólogos intentan encontrar las respuestas a las preguntas más básicas: ¿quiénes somos y de dónde venimos? Y las persiguen hasta los fines de la tierra, escarbando los desiertos mas áridos y calurosos, flanqueados por gobiernos en anarquía y bajo la mira telescópica de rebeldes armados. Allí verán a Johanson y a sus estudiantes más brillantes, de cuclillas en el polvo ardiente, soportando el peso del sol en la nuca, esperando pacientemente que la tierra escupa una tibia o un pedazo de diente, que revele una pieza más del millonario rompecabezas de la naturaleza humana.