El
eminente astrónomo persa, Al Sufi, la llamó Al Bakr, el gran toro blanco, al
descubrirla camino al sur proveniente de Isfahan. La gran mancha austral colgaba de la Vía Láctea en
los cielos antiguos de Bab Al Mandeb: el Umbral de las Lágrimas. Siglos
después, para el 1525, un muy afortunado Antonio Pigafetta, regresado a
Vicenza, la bautizó a ella y a su hermana con el apellido de su capitán,
fallecido en la batalla de Mactan.
Todavía más siglos en el futuro, para el 1972, Cleary y Murray,
exploradores igualmente incisivos, descubrieron el siniestro rastro de un
crimen galáctico, del cual fueron víctima ambas, la grande y la pequeña. Curiosamente, ese mismo año,
nació un joven que, década y media más tarde, tendría la obsesión de conocerlas
personalmente. Veinte años encima de los anteriores y la introducción se logró
allá, en la tierra que recuerda a Darwin, que no olvida la sangre de los Mapuches,
y la mucha otra que derramó Don Augusto José Ramón y sus secuaces. La breve reunión ocurrió solo con la mayor y
entre interrupciones molestas de las nubes. La pequeña, me la ocultaron los gigantes.
Desperté soñando con ellas a las cinco
y tanto de la mañana, imposiblemente acurrucado en una silla de la clase
económica del Boeing 767. Dormir en esos vuelos suele ser una tarea agotadora.
Por instinto abrí la ventanilla. Pensé que las sorprendería de madrugada,
suspendidas en el cielo claro de la estratosfera, mientras el avión bordeaba la costa
occidental sur americana. Se me ocurrió que tal vez interceptaría su luz
antigua a treinta y cinco mil pies de altura. Tan solo una fracción microscópica de su viaje milenario. Tuve una suerte extraña.
El gigantesco domo de tul reveló nada, excepto el premio consolador de
la Luna en conjunción con Mercurio y Venus, y conmigo, flotando sobre el
espacio frío de los Andes.
Horas más tarde, después de agotar los
metros, los autobuses y los colectivos, caminaba hacia la entrada rústica del
hostal en la buena compañia de mi guía turistica, exiliada en Chile. Era una casona anciana de tejas y mampostería y con aura de
principios de siglo. El vestíbulo martilló el último clavo de esa impresión
antigua. La dueña nos recibió amena y
tranquila, como son por estos lados. Sus hijos (¿o nietos?) mayormente nos
ignoraron, mesmerizados en las estrategias intensas de Warcraft II, tal y como
se las simulaba una, igualmente antigua, Pentium
IV. Nos mudamos rechinando por las escaleras estrechas de parqué,
tratando de evitar el ruido, pero, sin
huéspedes a quien molestar. Una vez
salvaguardados los motetes, eché afuera las puertas francesas del pequeño
balcón, y comencé por fin, a respirar la escena. Manzanos y quinces a
vuelta redonda amurallaban la galería. Una enredada flor exótica invadía y
colgaba en cascada del balaustre. El perímetro de la propiedad era sombreado
por enormes álamos que perseguían la calle angosta hasta sus horizontes, y más
a lo lejos, sentí la sensación de una tormenta. El viento templado y ruidoso de
los Andes soplaba con dificultad por entre las espesas nubes de hojas, semillas
y frutas. Tal vez fue el efecto de caleidoscopio del sol traspasando las hojas
verdes. O quizás el olor a campo chileno del Cajón del Maipo o hasta las más
de veinticuatro horas ininterrumpidas de esta aventura curiosa.
Pero, faltaban solo cinco horas para el crepúsculo y recurrí entonces a la más
primitiva máquina del tiempo: me eché a dormir.
Al despertar, insistí en reconocer el área. Caminamos hacia el patio trasero donde nos recibieron sendos labradores blancos, hermana y hermano, con sus juguetonas colas bailando. Entre el hostal y la residencia de la dueña en la parte postrera, discurría un pasillo en tierra, bordeado también por manzanas y membrillos verdes, alzado en varios escalones hacia la casita. A mitad de camino, unas cuantas vigas de madera servían de soporte para enredaderas de uvas tintas que colgaban sin más preocupaciones. Aquí y allá, despuntaban de la tierra unas gigantescas rosas, con pétalos abiertos a lo girasol y cada una orgullosa de su color único y especial. El lugar alardeaba a paraíso, modesto y humilde. De regreso, camino al portón para salir del hostal en busca urgente de comida, arranqué, despreocupado, unas cuantas uvas dulces que murieron en mi paladar.
La noche arribó como a las ocho y
media, anunciada por las enormes sombras de las montañas.
En chileno, cajón significa cañón y, acorralado entre aquellas murallas de
piedra, la palabra no pudo sonar más literal. Corriendo contra la oscuridad,
comenzamos a preparar el escenario para las estrellas. Mi pequeña linterna nos
guió por el patio trasero, dibujando círculos rojos sobre el camino. Sin ella,
apenas podía reconocer mis palmas en aquella oscuridad tan espesa. Al diminuto
Orion StarMax 90mm lo cargue en una mano hasta la terraza oscura. Entre dos,
movimos un tronco que servía de mesa hacia un pequeño espacio polvoriento, que
precedía las uvas. Raptamos varias sillas del comedor y nos sentamos a esperar
que nuestros ojos dilataran sus pupilas.
Nuestro observatorio improvisado tenía serias
limitaciones. Para empezar, la contaminación de la súper metrópolis (Santiago), hacia
imposible ver una sola estrella por debajo de los treinta grados en el oeste.
Encima de nosotros y por detrás, los enormes picos de San Alfonso y San Gerardo
ocultaban todo en el norte y en el sur, respectivamente, como hasta los sesenta
o setenta grados desde el horizonte. Peor aun, los frondosos árboles que resultaron hermosos de
día, ahora nos hurtaban estrellas y objetos del cielo, prestidigitando (ahora
lo vez, ahora no) con el vaivén del viento, especialmente en las fronteras con
Centauro. De la expansión celestial solo pudimos rentar una pequeña zanja, que
por suerte discurría por el Cenit, en dirección este a oeste. Para añadir
insulto a la injuria, debido al tamaño y tipo de telescopio, era imposible
utilizarlo desde las sillas. El lente primario necesariamente apuntaba casi
directo hacia arriba, lo que colocaba el ocular, diametralmente opuesto, a
escasas pulgadas del suelo. Así que
termine contorsionándome sobre el polvo, boca arriba, estirando la nuca para
atisbar por el pequeño agujero. Me tomó un tiempo adivinar las constelaciones en sus posiciones. Todo estaba fuera de sitio. Los mismos asterismos parecían repetirse, inusitadamente, en muchos sitios a la vez. Es un vértigo leve el que se produce
cuando se mueven las constelaciones. Debo confesar, además, que nunca me había preocupado
mucho por las estrellas del sur y menos aun por sus crípticas constelaciones.
¿A quién se le ocurre dibujar una mosca en el cielo?
La Vía Láctea de invierno chorreaba completa hasta el
horizonte sureste, y combatía ferozmente el resplandor sucio de Santiago en el
oeste. Mis ojos se detuvieron primero en Eta Carina (NGC-3372), clara a simple
vista, un poco más abajo del cenit.
Apareció tan grande y majestuosa, que pensé no molestarla con mis binoculares.
Lo hice como quiera. En el telescopio, a una treintena de aumentos, la nebulosa
consumía todo mi campo de visión. Una franja oscura bisecaba claramente a la
nube. Los pedacitos resultantes, tenían una apariencia triangulada y en su
contraste con el cielo oscuro y mate, creí discernir (o imaginar) un verde
añilado. La estrella agonizante, no la pude separar de las otras miles en frente y
detrás del campo de visión. Edmund Halley juzgó a Eta Carina como de cuarta magnitud en el 1677. En
diciembre 16 de 1830, John Herschel juró que su brillantez había eclipsado a Rigel
en Orión. En el 1843, la estrella ocupó
el cuarto lugar del cielo, con una magnitud sorprendente de -0.9, usurpando a Canopus
y en riña con el Sol, la Luna y Sirius.
Entonces la ví. No la había notado antes, primero porque jugaba al
esconder con uno de los enormes árboles y segundo, porque a primera vista me
pareció una nube pasajera de la troposfeera y a segunda vista un desmembrado de la Vía Láctea. La Gran Nube de Magallanes se presentó ante
mí. Debí permanecer en el trance por varios minutos intoxicado de la escena. Flotaba sobre la cúspide de San Gerardo, transitando por los setenta y
algo grados del cielo. Tenía un color gris pálido, pero aparecía densa en
estructura. Su geometría era claramente rectangular, alineada casi
completamente, este a oeste. Del borde norte brotaba una espuela más brillante
que el resto del cuerpo. En ese gancho, la mancha inconfundible de la nebulosa de la
Tarantula (NGC-2070), me guiñó. Primero la espié con mis binoculares, unos Bushnell 8x42, que también
arrastré desde el Caribe. A través de
los ocho aumentos, la textura claramente estelar de la diminuta galaxia, se
reveló. Me zambullí en el polvo de cabeza, para disparar mi telescopio en
aquella dirección.
El Deep Sky Observer's Handbook afirma que la Gran Nube De Magallanes es una galaxia espiral de barra tipo SBmIII. Sin embargo, estudios más recientes han concluido que la galaxia tal vez fue de ese tipo en un principio, pero que interacciones gravitacionales con la Vía Láctea y la Pequeña Nube de Magallanes la han convertido en un objeto de forma irregular. La nube orbita a nuestra galaxia a una distancia aproximada de 160,000 años-luz del centro. En su interior, alberga mas 200,000 estrellas brillantes incluyendo a la enigmática S Doradus que habita en el cúmulo cerrado NGC-1910, en el mismo centro de la galaxia. Aun con la distancia que separa a la estrella de la Tierra, su brillantez varía entre 8.4 y 9.5 magnitudes, lo que la convierte en un objeto imposiblemente poderoso y energético, brillando con la fuerza descontrolada de tal vez 500,000 soles nuestros. Si es que en verdad es una sola estrella…
El Deep Sky Observer's Handbook afirma que la Gran Nube De Magallanes es una galaxia espiral de barra tipo SBmIII. Sin embargo, estudios más recientes han concluido que la galaxia tal vez fue de ese tipo en un principio, pero que interacciones gravitacionales con la Vía Láctea y la Pequeña Nube de Magallanes la han convertido en un objeto de forma irregular. La nube orbita a nuestra galaxia a una distancia aproximada de 160,000 años-luz del centro. En su interior, alberga mas 200,000 estrellas brillantes incluyendo a la enigmática S Doradus que habita en el cúmulo cerrado NGC-1910, en el mismo centro de la galaxia. Aun con la distancia que separa a la estrella de la Tierra, su brillantez varía entre 8.4 y 9.5 magnitudes, lo que la convierte en un objeto imposiblemente poderoso y energético, brillando con la fuerza descontrolada de tal vez 500,000 soles nuestros. Si es que en verdad es una sola estrella…
Enfoqué entonces a la Nebulosa de la Tarántula, que en su geometría alocada y caótica, parecía bullir y variar
continuamente. De colores, el pequeño Maksutov de 90mm dió cuenta de ninguno.
Sí inferí una gradación de grises que daban la impresión de profundidad y de
tercera dimensión al objeto. La gigantesca nube de gas, específicamente del
isótopo HII,
infla un globo imaginario de aproximadamente 900 años-luz de diámetro. Al igual
que S Doradus, estuve ante la presencia
de un objeto cuyo volumen y fuerza son inimaginables. Si la Nebulosa de la Tarántula se transplantara al mismo lugar
donde reside la Gran Nebulosa de Orion, la nube dibujaría un circulo de al
menos 30° en cielo y sería tres veces mas brillante que Venus. Su
luz engendraría sombras en la noche. Como ejercicio trivial, sobrepuse la
imagen de la Tarántula a una foto vieja que tenia de la constelación de Orión y el resultado habla por si solo: la araña devora
al cazador por completo. El corazón de este gigante pulsa con la energía de uno
de los objetos más grandes, de ese tipo, que se conocen en el universo: un
cúmulo cerrado con al menos 100 estrellas de tipo súper-gigante en su centro.
Entre ellas, sobresale R136a (HD28368), una de tres hermanas orbitándose
continuamente. Según los cálculos y las observaciones, la estrella cuenta con
una masa de 2,000 soles terráqueos y brilla con la luz de 50 millones de ellos.
Son cifras sin precedentes. Son espacios y fuerzas que no podemos entender desde nuestra realidad y quizás ni en sueños. Verdaderamente, son gigantes.
El resto de la noche transcurrió rápido, esquivando nubes
aceleradas y rebotando el telescopio por entre la estrecha franja abierta de
cielo, donde fluía liquida, la Vía Láctea
desembocando en el este. Fue allí, entre los manzanos, que logre reconocer la
constelación del Centauro y más al sur a Triangulum. Me entretuve admirando a las preciosas hermanas de
Taliman (Alfa Centauri) un tiempo indeterminado. Contemplé,
como de costumbre, su proximidad a la
Tierra y la posibilidad de un artefacto con tecnología moderna que nos mude
allí en unos pocos años. A la tercera hermana, Proxima, no logré
encontrar dentro del enjambre estelar. La pequeña enana roja, brilla a
solo once magnitudes visuales (mientras mayor el número, menor la brillantez). Omega Centauri (NGC-5139) jugaba al
esconder conmigo, detrás de unas ramas traviesas. Igual acto de desaparición me
jugó la Pequeña Nube de Magallanes, que
corría parapetada por el cerro San Gerardo, acompañada de su famoso vecino, 47
Tucanae (NGC-104), literalmente, en la constelación de Tucana.
Entre la imposición de las enormes piedras talladas con erosión y la
invasión acumulada de nubes de lluvia que arropaban desde Santiago, decidí,
triste pero satisfecho, terminar la noche. Además, mi hermosa y paciente
cómplice en la oscuridad, ya padecía de frió violento y agotamiento. Un sueño
de muchos años fue realizado, parcialmente, encendiendo la mecha para una
segunda oportunidad. El día siguiente lo agoté tratando de seguir a
un guía local, que nos enseñaba, corriendo, el bosque de La Cascada de las
Ánimas. En la noche las nubes hicieron su abril, sin tregua. En mi último día
en el cañón, secuestramos un colectivo por la carretera pedregosa del volcán,
en dirección a los baños termales de El Morado, un pueblito rústico a la falda
de los Andes más empinados. A seis mil
pies de altura sobre el mar y en plena luz del día, me ví rodeado de montañas
nevadas que se tragaban el cielo y tuve la misma sensación de noches atrás. Fue
una comprensión estrepitosa. Fue una explosión de luz sobre
las escalas: el entendimiento del diminuto espacio y tiempo que ocupo en el universo. Al
Sufi, Pigafetta, Magallanes y entonces yo, convergimos en ese instante, con el
cuello estirado y la boca abierta, ante la presencia de gigantes.
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