Heaven Can Wait (1986) es un recorrido por el túnel de
la muerte, narrado desde el punto de vista singular de una persona común. La travesía por el plano astral comenzó con
un acorde sintetizado de La Menor mientras las cuerdas intercambiaban notas y
silencios, creando una atmósfera misteriosa y futurista. Nicko McBrain se unió
a la marcha con sus toques precisos. Las notas se fundieron en acordes con
igual premura, cuando entró Bruce Dickinson en otro vestuario. El primer solo de
guitarra fue de las manos de Dave Murray, esquivando el ritmo complejo que hacían
Smith y Gers. Es un arreglo complicado: la canción sufre varios cambios de
ritmo, tiempo y tono antes de regresar a los acordes del principio. En el
interludio, miles de voces cantaron el épico coro “Oh, Oh, Oh…” junto con el tumulto de técnicos, afinadores y
sonidistas que invadieron la tarima. Varios fanáticos de la banda en Puerto
Rico también fueron invitados al escenario, acompañados de la hija de Harris
con una bandera boricua, bien orientada en esta ocasión. En su apertura del
concierto, la juvenil Lauren Harris fue engatusada a participar de un esquema
de mercadeo estulto, irrisorio y harto repetido, pero que siempre funciona en
Puerto Rico. De hecho, es casi una regla no escrita que cualquier artista
foráneo que se presente en la isla debe desdoblar la mono-estrellada en tarima,
para avivar y recurrir a un sentimiento patrio tan efímero como el que generan los boxeadores y las reinas de belleza. La pobre niña ignoraba (y ninguno de esos
buitres de mercadeo que la obligaron a hacerlo le aconsejó, ni por honor a la
bandera) por donde se agarraba la tela y la proyectó al revés durante su breve
intervención en la apertura, ante la boca abierta de los fanáticos.
El coro inconfundible de Can I Play with Madness? (1988) tronó en el coliseo. La canción,
que es uno de los intentos más comerciales de la banda, ostenta un coro fuerte
y melódico; el verso es pegajoso y se movía al ritmo exacto de los platillos y
el timbal de Nicko McBrain. Componer de esta manera no es venderse a la
industria o al mercado, sino la evolución de tres magníficos escritores:
Harris, Dickinson y Smith. La música es pura de Iron Maiden. Debo destacar el
increíble trabajo que hace Nicko McBrain en la percusión. Su habilidad para
hacer que los tambores participen de las melodías, que compartan el
protagonismo de las cuerdas, ha servido de inspiración a bateristas más jóvenes
como Mike Portnoy (Dream Theater) y Scott Rockenfeld (Queensryche). Todo el
mundo concuerda en que Clive Burr era también un excelente percusionista antes
de sufrir el terrible accidente biológico de la esclerosis múltiple. Pero,
Nicko no solo continuó el estilo único de batería de Burr, sino que lo
evolucionó en un arte propio y original de Iron Maiden. Los golpes, acentuando a las guitarras y al
bajo, nota por nota, son la firma clara de McBrain. Su parte en esta canción es
una de mis favoritas. No solo mantuvo el ritmo fuerte debajo de la voz de Bruce
Dickinson, sino que aprovechó los silencios para improvisar cortes, a veces en contra
del ritmo. El gran Nicko lo hace ver todo tan fácil, acompañando la música con
muecas juguetonas y esculpiendo una amplia sonrisa sobre las arrugas de su
cara, mientras toca las cosas más imposibles.
El disco (en vivo) A Real Live One (1993) definió para la
posteridad el rol protagónico que tendrían que asumir los fanáticos en futuros
conciertos de Iron Maiden. En Fear of the
Dark (1992) la multitud se tornó un instrumento adicional de la canción, tal
y como lo hicieron los histéricos finlandeses en aquel disco. Dice mucho de
Steve Harris, como escritor, que cientos de miles de fanáticos a través de los
años y las tarimas se han memorizado cada nota musical de una canción suya, al
punto que la pueden vocalizar junto a los instrumentos en vivo. El efecto se
sintió intacto en el Choliseo. El
sepulcral lamento plural de “Oh”,
casi como un mantra, erizó la piel. La línea principal de la suave melodía
estuvo en manos del germánico Janick Gers, que usualmente es el anárquico y
ruidoso. Bruce Dickinson cantó la estrofa con un dramatismo burlón. Las guitarras
estuvieron exactas, especialmente en el interludio, cuando los fanáticos nos
unimos a Dave Murray y al alemán en otra cascada de “Oh”, siguiendo a la melodía.
Después de los solos, continuamos recitando afónicos el coro para Bruce que lo
exigía con su tradicional “Scream for me
Puerto Rico! Scream for me!”.
La emblemática Iron Maiden (1980) nos tomó por sorpresa, todavía envueltos en el
furor de Fear of the Dark. Las
primeras líneas de la guitarra, que siempre inicia Dave Murray, son casi tan
reconocidas como la canción anterior. El sonido estuvo claro, especialmente
cuando se unieron en armonía las tres guitarras, parecido a esto:
La
mejor parte ocurrió después del segundo coro cuando Murray exploró una escala
derivada de La Menor, para ser opuesta por la melodía contraria de Smith, Gers
y Harris:
El
contrapunto terminó en un corto solo de bajo, donde Harris hizo alarde de la
velocidad de su mano derecha. Al entrar en el tercer coro apareció en tarima el
icónico Eddie el Muerto, en su
encarnación futurista de Somewhere in
Time (1986). La gigantesca marioneta recorría la tarima amenazando a los
músicos y esquivando los ataques de Dickinson con el asta del micrófono. El
zombi cibernético de Riggs bailaba, corría y perseguía a Dickinson entre los
músicos y la topografía de la tarima. Admito que, de las apariciones de Eddie
que he presenciado, esta fue la mejor en términos de la calidad del muñeco y la
facilidad con la que se desplazaba y movía las coyunturas. Me quede esperando, sin embargo, la otra
marioneta más gigante aun, que se suponía irrumpiera por detrás de la cortina
del trasfondo, con llamas en los ojos. En la gira de 1985, esta misma canción
culmina con una gigantesca momia que surge por encima del baterista agitando
los brazos. Desconozco porque decidieron no incluir este artefacto en la
escenografita para esa ocasión. En cualquier caso, terminó la canción con un
solo Eddie en tarima y con ella la
primera parte del concierto, cuando se fingió que era el final para entrar en
la cadencia.
En medio de la furiosa letanía de “Maiden, Maiden, Maiden”, reapareció la
banda en tarima, levemente refrescada. El intenso periodo desde las notas
finales de Iron Maiden hasta que
Adrian Smith comenzó su magistral interpretación de Moonchild (1988) en la guitarra sintetizada, fue insoportable. El patrón
melódico (riff) hecho por Smith,
recalcado por los acordes precisos de Murray y Gers, expiró al entrar en uno de
los versos más divertidamente satánicos que jamás haya escuchado:
“I am he, the
bornless one,
The fallen angel
watching you.
Babylon’s the scarlet
whore.
I’ll infiltrate
your gratitude.
Don’t you dare
to save your son.
Kill him now and
save the young ones.
Be the mother of
a birth strangled babe.
Be the devil’s
own, Lucifer’s my name.”
El concierto fue interrumpido brevemente
por los fanáticos puertorriqueños en conspiración con Bruce Dickinson para
cantar feliz cumpleaños a un bien perspirado Steve Harris, quien sumaba 52 años
ese mismo día. Harris saludó y se notó sorprendido. Al parecer, nunca había
escuchado a más de quince mil personas entonar happy birthday al mismo tiempo. Una vez terminada la corta
celebración, comenzó inmediatamente su ataque del bajo en el solo que introduce
a The Clairvoyant (1988). La melodía
de las guitarras era clara y dulce, flotando sobre el derroche de notas del bajo
eléctrico. En el verso, un arpegio suave de Re Menor iba de mano con la vocal.
Harris y McBrain mantuvieron el ritmo veloz y preciso, mientras las guitarras
adornaban y rellenaban con escasas notas alargadas. En el coro, las luces se hincharon
y los fanáticos se veían brincar al ritmo de la canción entre destellos de luz
y oscuridad:
“There’s a time
to live and a time to die,
When it’s time
to meet the maker.
There’s a time
to live, but isn’t it strange,
that as soon as
you’re born, you’re dying.”
El
sombrío campanazo anunció el final del concierto con la canción que mejor
representa la música de Iron Maiden, tal vez su canción más importante.
Dickinson asumió la posición que siempre asume: sentado, cabizbajo como la
estatua de Rodin. La campana de McBrain seguía marcando el paso del tiempo,
cómplice de las guitarras en cuenta regresiva, presagiando la muerte. Dickinson
comenzó la contemplación, acompañado de otras miles de voces unísonas:
“I’m waiting in
my cold cell,
When the bell
begins to chime.
Reflecting on my
past life,
And it doesn’t
have much time.
‘Cause at five
o’clock they take me
To the gallows’s
pole.
The sands of
time, for me
Are running
low…”
Hallowed Be Thy Name (1982) es una obra de arte. Eruditos del rock pesado han llegado a
afirmar que es la mejor canción del género de todos los tiempos. Desde su
comienzo lento y tenebroso, con las guitarras practicando armonias en Mi Menor,
hasta
su final (¿heroico?), la composición sufre varios cambios de ritmo y tono, a la
vez que expone diferentes temas melódicos entre verso y verso. La línea
melódica principal, que utiliza algo del vocabulario barroco, la cantaron las
guitarras:
La
lírica es acelerada. En el galopante primer verso el protagonista condenado
interroga la existencia de Dios y su papel en la vida del hombre. Los solos de
guitarra transcurrieron desatados sobre otro arreglo completamente diferente
que, escuchado fuera de contexto, parecería otra canción. Dickinson hizo un último y magno esfuerzo de
su garganta, demostrando tanto, su amplio rango vocal, como su fuerza, al
entonar el gemido que expiró el protagonista al morir. Nunca sabremos cual fue
su suerte al otro lado de la vida, o si llegó a desechar el escepticismo que de
seguro lo llevó a la condena. Lo único que nos dejó el infortunado fue el testamento
ambiguo de una exclamación rugida con la soga estrangulando el cuello: “Hallowed be thy name!”
Sin lugar a dudas, fue un concierto
digno de recordar y tal vez, de grabar en formato digital. No obstante, me
hubiese gustado escuchar otras canciones que surgen también de esa época
ochentona. ¿Qué pasó con Infinite Dreams
(1988), donde Harris explora el existencialismo de la reencarnación y que
es quizás mi canción favorita de Iron Maiden? Otros clásicos que pudieron haber
interpretado son: The Phantom of the
Opera (1979), Wrathchild (1981),
Children of the Damned (1982), The Flight of Icarus (1983), To Tame a Land (1983), donde Harris se
acomete a la imposible tarea de resumir Dune
en unos pocos versos, con o sin permiso de Herbert. Extrañé las inagotables
armonías de guitarra en The Loneliness of the Long Distance Runner
(1986), el mandato de Filipo el Macedonio en Alexander the Great (1986), el sonido medieval de The Prophecy (1988) y el pre-coro a The Evil That Men Do (1988). Aunque Fear of the Dark fue tocada, ninguna
otra canción de ese disco se escuchó, como por ejemplo Wasting Love y su exposición poética de la adicción al sexo, The Apparition, donde Harris retoma el
tema de la vida después de la muerte en la voz de un simpático fantasma y Judas Be My Guide, con su melódica
armonía vocal. Tampoco se detuvieron en el disco No Prayer for the Dying (1990), publicado antes que Fear of the Dark. Canciones como Tailgunner, Assasin y Mother Russia
son excelentes ejemplos de la música de Iron Maiden a finales de los años
ochenta.
Ni hablar entonces del Iron Maiden del
siglo XXI. La hermosa Ghost of the
Navigator (2001) hubiese maltratado la garganta de los fanáticos aún más,
como también el coro de Out of the
Silent Planet (2001), que está basada más en la película Forbidden Planet, que en la novela de
C.S. Lewis. Del disco Dance of Death (2003),
Rainmaker me sirvió de inspiración
para un cuento. Me hubiese encantado gritar Montsegur y desangrarme con los Cátares, corroer mis balas con mi
llanto en Paschendale y descifrar el
enigma de The Face in the Sand. De
su disco A Matter of Life and Death
(2006) sobresalen These Colours Don’t
Run, The Longest Day, que narra
el desembarque en Normandía, Brighter
than a Thousand Suns, que es la historia de una bomba y The Reincarnation of Benjamin Bregg.
Más que un espectáculo musical, fue un
testimonio claro de la importancia cultural que tiene el Heavy Metal en las generaciones que lo vieron nacer y que coronaron
al histórico quinteto (ahora sexteto) como sus monarcas supremos. Somos un
grupo exigente de oyentes que escoge lo que escucha. Evidencia clara de ese
impacto social, específico de Iron Maiden, la encontré en Chile, tres días
antes del concierto, cuando la banda y yo coincidimos en Santiago. En horas de
la mañana, cuando caminaba por la cuidad, descubrí que los edificios viejos y
estáticos de la antigua metrópolis servían de marco para lo nuevo, para los
jóvenes con sus camisetas invariablemente negras y para su música, descrita en
el argot urbano: dura como el metal. Me impactó la imagen de familias completas
(incluyendo niños y niñas) ataviadas con ropas que proyectaban las violentas
encarnaciones de Eddie. Recuerdo
haber tenido la sensación de contemplar un fenómeno social y cultural que
trasciende a la música que lo germina. Iron Maiden es más que música; el grupo
ostenta su propia mitología del siglo XX. Los artistas han dado una profundidad
temática a cada composición que tienta a la meditación y a la reflexión
particular de cada letra. En adición, Derek Riggs, el silencioso séptimo
miembro de la agrupación, ha extendido el lenguaje y las ideas en cada una de
las pinturas que adornan los discos. Antes de que me regañe Steve Harris: la
música sigue siendo el principio y el fin. Pero también es un motivo para
tantear con la historia, el existencialismo, la ciencia ficción y el ocultismo.
Por todo lo que inspiran y como diría un irónico Buzz Morrison, gracias a Dios
que existe Iron Maiden.
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